“En la era del culto a la productividad y la optimización, hay algo peor que no hacer nada, y es hacerlo sin un propósito económico, terapéutico o productivo. Hacer lo que sea por puro gusto, sin método ni hoja de ruta, parece que fuera el mayor de los pecados. Los que todavía conservan un hobby sin monetizar y no tienen intención de hacerlo son la resistencia”. Karelia Vázquez
Hacerlo nuestro e interiorizarlo bien importa porque nos va la vida en ello. Ojo por el cochino, aunque necesario, dinero y la pasión por el vil metal, que les trae de cabeza a algunos, les convierte en el desecho de una sociedad que debería ser sana y decente, se dejan corromper, y ya no se conforman con unos cuantos millones, más que suficientes para vivir una vidorra, sino más y más y más, hasta que por fortuna les pillan con el carrito del helado, y entran en la piltra un tiempo para ver si pueden regenerarse y emprender nueva vida, más digna, más elegante, menos patética.
Comer saboreando y por placer, como dormir, hacer el amor sin prisas y ojalá sin demasiadas y largas pausas, cocinar para que los otros con nosotros disfruten, pasear, pintar y no tener que colgar ningún cuadro en ningún museo, que ya hay muchos, escribir para uno mismo como único lector, por el simple placer de hacerlo y mover las neuronas, tan necesario para la mente... y todas las demás tareas-aficiones que se te ocurran que deben ingresar en esa lista.
Está tomada la cita de arriba de un magnífico artículo de la periodista Karelia Vázquez en EL PAÍS hablando de la imparable mercantilización de los hobbies, de todas nuestras aficiones.
“Por definición, un hobby es lo que se hace por placer, sin plazos de entrega y sin presión por hacerlo bien, pero en la última década las expectativas parecen estar cambiando. Estamos llamados a optimizar nuestra vida, cada minuto debe ser productivo, y el ocio, para algunos, es casi una pérdida de tiempo”. Y con ello nos hemos cargado el ocio, aquello que daba algo más de sentido a nuestra vida, complemento necesario del trabajo, cada uno en su sitio, porque si nos cargamos el placer de no hacer nada, mirar a la luna resplandeciente, cuando está llena y nos trae materia para la imaginación que se debilita en cuanto no le prestamos alimento, o mirar a las estrellas, o estar de vez en cuando en Babia o en las Batuecas reales, tan hermosas, o las irreales, tan fecundas para nuestros sueños. Todo no tiene por qué tener que pasar por lo productivo, por el dinero. Habría que salir a la calle con miles de pancartas, en cada una pintado un hobby y defenderlas con uñas y dientes, porque, insisto, nos va en ello la vida, sí, una vida mejor, más humana, más libre, más envidiable, más gozosa, más inmensamente rica sin necesidad de añadirle ni desear un céntimo más a ese mundo de un ocio que esté totalmente liberado de la llamada salvaje de la producción.
Catedráticos de varias Universidades y psicólogos clínicos hablan de la posible extinción de los hobbies y de sus múltiples beneficios: estimulan la imaginación, son síntomas de salud mental, reducen los niveles de cortisol, la hormona que regula la respuesta al estrés, mejoran el ánimo, la autopercepción y la capacidad de solucionar problemas, proporcionan placer y disfrute, favorecen el crecimiento y el desarrollo de nuestro potencial personal... Pues eso, y solo por eso deberíamos proteger nuestros hobbies del culto a la optimización. No pasa nada por vivir unas horas del día sin ser productivos, más bien pasa mucho.
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