No sé cómo estarán los huesos de mi casa, si existe algo de toda ella o solo es puro esqueleto, y qué podría encontrar en el espacioso corral, pero seguro que alguna flor silvestre nace cada primavera y en algún rincón inexistente o solo con huellas del mayor de los olvidos reina todavía cierto aire de bienestar en donde tanto calor hubo cuando mi madre encendía una enorme lumbre con los sarmientos de los majuelos que plantara y cultivaba con esmero extraordinario mi padre. Seguro que ya no existe el desván donde los racimos colgantes en septiembre llegaban a Navidad y en donde yo buceaba tratando de explorar mundos desconocidos a partir de objetos herrumbrosos cubiertos de polvo y abandono, pero que resucitaban en la mente calenturienta de mis primeros años, dispuestos a toda aventura por muy inanimados que fueran los objetos, pero que cobraban vida entre mis manos inquietas. Fueron tantos años los años de varias generaciones y de mi niñez, mi adolescencia y mi juventud que, aun cuando todo aquello no sean ya más que escombros, es imposible que todo se perdiera y no siga vivo aunque solo sea en mi memoria, lo que no significa que sean vanos recuerdos ni la más insignificante y peor reminiscencia. Pues, a buen seguro, en el ambiente tienen que seguir aún algunas ráfagas del viento que llevaban tras de sí las mulas y el caballo cuando salían de la cuadra a beber agua en la pila, saltando y dando coces al aire con la alegría desenvuelta agradeciendo la libertad al amo que les había dado suelta. Y en efecto, la casa sigue en pie y más firme que nunca, no se la ha llevado el huracán, ni la desidia, ni el tiempo voraz, ni el olvido oxidado, porque todo está donde debió estar siempre, en orden y armonía, guardando las esencias, el calor de la cocina, el frío de las sábanas de la alcoba que daba al norte, la mesa pequeña, casi diminuta, donde hacía los deberes escolares. Nada ha cambiado. Llega fresco el olor de la matanza, ya curados los chorizos, que siguen colgados esperando bajar al vibrante chisporroteo en la sartén, pues ya se impacientan los jugos gástricos y el olor del horno con el pan caliente a punto de estallar... porque la casa siempre fue y lo está siendo una sinfonía de sabores, olores y sonidos, canciones y peleas de hermanos bien avenidos, pero sin querer queriendo, peleones, dispuestos al olvido rápido y a las risas por la mayor y la menor tontería... y la casa se ponía de punta en blanco cuando alguien estrenaba unos zapatos el día de la fiesta o un vestido o un traje, en tiempos de sequía y escaseces... y cada fiesta cambiaba el ritmo monocorde del cocido consabido... y no digamos el tiempo de los nacimientos, primeras comuniones, la primera bicicleta, las bodas de los hermanos mayores, y hasta la tuya propia... porque todo vuelve a encenderse ya que en el fondo nunca hubo un apagón en tu memoria que es la que manda y pone en orden y en concierto las cosas y la casa entera baila al compás que tú marcas bajo la batuta de tu mandato, y tus recuerdos le vuelven a dar vida a lo que fue vida con unos colores más vivos merced a las múltiples ventanas de la imaginación puesta en acción, pues esta no es sino una noria que sube volcando los canjilones del agua fresca y baja al manantial que siempre fluye y fluye al ritmo del tiempo sin desmayo ni abandono. Es la casa, son tus cimientos más seguros, tu identidad más plena. Tu padre y tu madre poniendo por encima de todas las cosas muchos cuidados y no poco calor. Es la casa encendida, similar a la de Luis Rosales que nos legó desde su visión poética tan fascinante.
“Y puede ser que aquella casa siga aún creciendo sin paredes,
y puede ser que todos nos reunamos en ella,
ardiendo aún dentro de aquella casa,
dentro de aquella infancia...
... y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
-sí, todas las ventanas-;
Gracias, Señor, la casa está encendida”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario