viernes, 11 de enero de 2019

LA CONFESIÓN DE UNA MADRE



 Cuenta el famoso escritor y novelista norteamericano Philip  Roth en su espléndida “historia verdadera”, “Patrimonio”, que releo estos días, la confesión sorprendente e inesperada que un día, a los 76 años, le hiciera su madre. Estaban él y ella solos en la cocina tomando un té y la confesión era que le estaba dando vueltas a la posibilidad de divorciarse de su padre. Al hijo no se le ocurrió otra cosa que decirle la obviedad de que tenía 76 años y la simpleza de que ya era tarde para el divorcio, como si este tuviera una edad reglada y no estuviéramos convencidos de que si el amor no tiene edad tampoco debe tenerla el desamor. La razón se la explicará en un breve diálogo que los dos mantienen entre lágrimas y difícil comprensión: Su padre no la escucha, la interrumpe siempre  para hablar de cualquier otra cosa y lo peor es cuando lo hace fuera de casa en donde no le permite decir una sola palabra. “Me cierra el pico”, textualmente. “Delante de todo el mundo. Como si yo no existiera”. Vanos los consejos del hijo para que le manifieste al padre su descontento, porque está convencida de que de nada serviría, y ante la insistencia del hijo de que se atreva a dejarle con la palabra en la boca y se vuelva a casa, le responde que no está dispuesta, ni es capaz de hacerle pasar esa vergüenza ante la gente, porque ella sabe y puede soportarlo, pero él... “No es lo mismo. Él no es como yo. Él no lo soportaría, Philip. Se vendría abajo. Se moriría”.
Esa es la diferencia entre hombres y mujeres. El macho que los hombres llevamos encima se viene abajo, no soporta lo que la mujer viene aguantando desde el paleolítico inferior y superior. El macho se muere cuando no domina, cuando se le quita la última palabra que según él va a misa, la que ordena y manda y la que hace callar al primero y al último de la fila de la casa. Deja de ser si se le lleva la contraria, si no es el gallo pendenciero del corral. Está hecho de otro pasta, se le ha hecho de otro barro, y por eso está costando tanto devolver el agua a su fuente para que empiece a manar de nuevo pura y transparente con los mismos derechos de todas las aguas para buscar el cauce que más les apetezca. “La maté porque era mía”, de existir la blasfemia esta sería la más grave e imperdonable.
Ya ves, creíamos que habíamos dado pasos decisivos y definitivos y vienen voces y vientos que hielan la piel y el alma, negándose a  pronunciar siquiera violencia de género o violencia machista y de nuevo, nuevamente, las cosas patas arriba, en descomposición irritante y loca. ¡Nos obligan a salir, todas y todos, a la calle! ¡Ni una menos!
¿Es tan difícil entender las quejas y los argumentos como catedrales de peso de la madre de Philip Roth? ¿Es tan difícil saber que el feminismo en la radicalidad de su esencia no es más ni menos que los hombres y las mujeres deben ser iguales, con los mismos derechos y tener las mismas oportunidades en la vida? ¿Es posible que alguien a estas alturas del año en curso no lo entienda, incluidas, por desgracia, algunas mujeres, para más inri? ¿De nuevo tenemos que andar explicando de qué va la violencia de género y que no es lo mismo, a todas luces, que la violencia doméstica?
¡Cómo tendría que estar esa mujer: espléndida ama de casa, generosa, esposa fiel, callada desde la luna de miel, buena madre, etc, etc. para querer divorciarse a los 76 años! ¡Cómo tendría que estar, cagüen diez!

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