Cuenta el famoso
escritor y novelista norteamericano Philip
Roth en su espléndida “historia verdadera”, “Patrimonio”, que releo
estos días, la confesión sorprendente e inesperada que un día, a los 76 años,
le hiciera su madre. Estaban él y ella solos en la cocina tomando un té y la
confesión era que le estaba dando vueltas a la posibilidad de divorciarse de su
padre. Al hijo no se le ocurrió otra cosa que decirle la obviedad de que tenía
76 años y la simpleza de que ya era tarde para el divorcio, como si este
tuviera una edad reglada y no estuviéramos convencidos de que si el amor no
tiene edad tampoco debe tenerla el desamor. La razón se la explicará en un
breve diálogo que los dos mantienen entre lágrimas y difícil comprensión: Su
padre no la escucha, la interrumpe siempre
para hablar de cualquier otra cosa y lo peor es cuando lo hace fuera de
casa en donde no le permite decir una sola palabra. “Me cierra el pico”,
textualmente. “Delante de todo el mundo. Como si yo no existiera”. Vanos los
consejos del hijo para que le manifieste al padre su descontento, porque está
convencida de que de nada serviría, y ante la insistencia del hijo de que se
atreva a dejarle con la palabra en la boca y se vuelva a casa, le responde que
no está dispuesta, ni es capaz de hacerle pasar esa vergüenza ante la gente,
porque ella sabe y puede soportarlo, pero él... “No es lo mismo. Él no es como
yo. Él no lo soportaría, Philip. Se vendría abajo. Se moriría”.
Esa es la diferencia
entre hombres y mujeres. El macho que los hombres llevamos encima se viene
abajo, no soporta lo que la mujer viene aguantando desde el paleolítico
inferior y superior. El macho se muere cuando no domina, cuando se le quita la
última palabra que según él va a misa, la que ordena y manda y la que hace
callar al primero y al último de la fila de la casa. Deja de ser si se le lleva
la contraria, si no es el gallo pendenciero del corral. Está hecho de otro
pasta, se le ha hecho de otro barro, y por eso está costando tanto devolver el
agua a su fuente para que empiece a manar de nuevo pura y transparente con los
mismos derechos de todas las aguas para buscar el cauce que más les apetezca.
“La maté porque era mía”, de existir la blasfemia esta sería la más grave e
imperdonable.
Ya ves, creíamos que
habíamos dado pasos decisivos y definitivos y vienen voces y vientos que hielan
la piel y el alma, negándose a
pronunciar siquiera violencia de género o violencia machista y de nuevo,
nuevamente, las cosas patas arriba, en descomposición irritante y loca. ¡Nos
obligan a salir, todas y todos, a la calle! ¡Ni una menos!
¿Es tan difícil
entender las quejas y los argumentos como catedrales de peso de la madre de
Philip Roth? ¿Es tan difícil saber que el feminismo en la radicalidad de su
esencia no es más ni menos que los hombres y las mujeres deben ser iguales, con
los mismos derechos y tener las mismas oportunidades en la vida? ¿Es posible
que alguien a estas alturas del año en curso no lo entienda, incluidas, por
desgracia, algunas mujeres, para más inri? ¿De nuevo tenemos que andar
explicando de qué va la violencia de género y que no es lo mismo, a todas
luces, que la violencia doméstica?
¡Cómo tendría que
estar esa mujer: espléndida ama de casa, generosa, esposa fiel, callada desde
la luna de miel, buena madre, etc, etc. para querer divorciarse a los 76 años!
¡Cómo tendría que estar, cagüen diez!
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