Parece el carro de la alegría, solo el borrico y el niño de abajo van excesivamente tristes y hasta enfadados, sobre todo este último, pero la alegría desbordante de la madre, ¿por qué será tan feliz si pareciera que todo lo tiene en su contra? ¿Por qué? ¿Y de dónde demonios sacará esa sonrisa abierta a los cuatro vientos? ¿No será que ha llegado a la sabia conclusión de que montada en un burro con sus tres hijos se puede tocar el cielo de la felicidad y no tiene más obligación que sentirse bien y harto contenta? Y a buen seguro no ha leído ni una sola línea sobre autoayuda y cómo aprender a ser feliz en siete días. No mucho más le dio la vida a Violeta Parra y fue capaz de componer una de las canciones más hermosas del cancionero mundial: “Gracias a la vida”. Es que hay personas así, y nada tiene que ver con que les haya tocado la lotería y estén nadando entre millones o no tengan donde caerme muertos. Nada que ver. (Ahora bien, hago un paréntesis para recordar una cifra que acabo de leer en un trabajo de una socióloga española: En España hay diez suicidios diarios).
El chaval de abajo, sin embargo, va enfurruñado del todo, y es porque siempre su hermana mayor, y solo dos años más, se tiene que salir con la suya, porque él quería también ir arriba que se ve todo mejor y hasta de otro color, pero con Pitu (Pilar) que así se llama, posiblemente, no hace más que mandar y llevarse siempre el mejor currusco de pan y colocarse en el lugar más apetecible. Si bien ya le llegará la hora de aprender con el tiempo a desenfurruñarse y montado a lomos del borrico creerse el jinete más feliz bebiéndose los vientos.
Pero volvamos al centro medular de la imagen, porque es ahí donde debe reposar la mirada, que no es para bendecir la pobreza y mucho menos la miseria, sino para no descansar en su lucha hasta verla eliminada, reconociendo también que es saludable entender que con poco se puede ir por la vida cantando, riendo y la mar de contentos y satisfechos.
Y entender que el bebé, aun cuando vaya alimentándose con sangre de cebolla, como el hijo de Miguel Hernández, está recibiendo la mejor leche de una madre alegre y sonriéndole a la vida y no solo a la cámara para salir del paso.
Nota no tan al
margen: Comentó en su día mi buen amigo, José Antonio Fernández Trejo,
que con esa foto yo era capaz de escribir un libro, y ya ves, mi sufrido
lector, mis entrañables seguidoras, en qué ha quedado todo ello. En
unos arpegios, yo diría, sin desbarrar, que un tanto desafinados.
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