lunes, 22 de octubre de 2018

TODO EL DOLOR DEL MUNDO EN SUS OJOS


Por estas dos imágenes archiconocidas no se puede pasar si no es de puntillas o con el alma arrodillada. Tienen su historia, naturalmente, pero quizá fuera mejor acercarse a ellas desde nuestra imaginación particular y tratar de hilvanar eso que nos va saliendo de dentro ante unos ojos que a nadie pueden dejar indiferentes. ¿Será que lo ha visto todo con sus pocos años entre la adolescencia y la primera juventud? ¿Será que no han variado en nada los acontecimientos por los que ha tenido que ir pasando-sufriendo cuando roza los, pongamos que, cincuenta y pocos, aun que la gravedad de ellos se podría medir en siglos? Y solo han pasado de una a otra 17 años y parecieran 50.
Es seguro que ha visto con esos ojos de pez herido cómo los enemigos de su pueblo mataban a los suyos, padre, madre y cinco hermanos. Ella se salvó porque la querían como esclava sexual a merced de cuantos tuvieran a bien regocijarse en cuerpo joven. Ella misma, unos años después, carga con ocho hijos de muy distintos padres y ha seguido viendo lo innombrable. Tanto-tanto que se le han achicado los ojos. Tuvo muchas veces que cerrarlos para resistir mejor el dolor. La vida no ha tenido piedad con ella y no le ha permitido un solo momento de fulgor y esperanza, de buena vida y ni siquiera de vida buena de elemental placidez. Sería mucho decir, sería mucho pedir.
Ahí están. Ahí está. Podrían ser hija y madre, pero no es así, es ella misma de joven (una muchacha afgana en un campo de refugiados en Pakistán) y de adulta (ella misma 17 años después) con el peso del mundo sobre sus espaldas y el dolor de los cielos juntos. Todo el espanto imaginable y el terror del mundo a trozos se ha quedado en sus ojos doloridos de espanto y el furor de un tigre herido.
Duelen porque la vida se ha despachado a gusto y se ha cebado en lo más sensible de su vida. Ya digo, solo con el alma doblada, sellada la boca y el corazón en un puño, guardando el máximo silencio, habría que dejarla hablar y recoger su testimonio con toda la carga posible de la vergüenza porque alguien de nuestra familia humana la haya tratado así. Y pedirle perdón, mil veces, y decirle que nos avergüenza en lo más hondo y que nos gustaría hacer algo por ella y, de ser así, que estaríamos profundamente agradecidos. No se me ocurre nada más que el silencio dolorido para acompañar a la tragedia insoportable e injusta de su vida.

Fotografías de Steve McCurry

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