martes, 10 de abril de 2018

¡QUÉ MIRADA Y QUÉ SONRISA, MAMMA MÍA!


Esta sonrisa, esta mirada y la serenidad de estos niños sacuden nuestras conciencias, aunque miremos para otro lado llevados por las prisas a nuestros afanes y círculos viciosos de los que no acabamos de salir si es que no nos metemos cada vez más en los más bajos fondos de nuestras particulares cloacas, preocupados de nuestras casas, nuestros coches, nuestros cachivaches, nuestras camisas limpias a diario, nuestras duchas cotidianas con su colonia de marca, aunque nos lo hayamos ganado a pulso bien trabajado y hasta muy honrado, lo que no quita para sentirse obligado a mirarse en esos otros espejos que nos lanzan esa mirada, esa medio sonrisa, porque es lo que nos puede salvar si somos capaces de que se queden a vivir entre nosotros.
Él sabe que está hecho de barro, y la tierra y hasta el lodo son sus fieles compañeros de vida y fatigas adelantadas para su edad, pero ya sabe que no hay más cera que la arde y debe seguir las huellas de su familia: poca comida, mucho sueño, futuro incierto y dado que los juegos son prohibitivos intenta jugar con el barro, su cuerpo y las trastadas que se inventa en el lugar de los sueños que mima con especial cariño y devoción.
Cómo no ver ni escuchar los versos del niño yuntero de Miguel Hernández en todos estos niños de todos los arrabales del mundo, condenados de por vida a su mala suerte injusta a todas luces: carnes de yugo, más humillados que bellos, perseguidos por los yugos de la miseria y los sueldos de la precariedad, lejos de la tarta que esta sociedad ha montado y tan mal repartida.
No debería pasar un solo día en nuestros paseos, meditaciones trascendentales, horas de yoga y duermevela... sin dejarles pasar, no para amargarnos la existencia, sino para saber que están ahí, que son de los nuestros, que nada de lo humano nos debe ser ajeno y más cuando eso humano está tan desprotegido.
Gracias, chaval, por estar ahí y mirarnos con esa sonrisa y esa mirada que, sin quererlo ni pretenderlo, nos interpelan y llaman a la puerta de nuestra sensibilidad, de nuestra conciencia y nos levantan el ánimo y hasta el alma. Ruego a todos los dioses de los cielos y la tierra que te conserven siempre esa manera dulce de mirar y de sonreír.

Nota no tan al margen: Hablando de risas y sonrisas me acuerdo de un comentario brillante de Javier Cercas sobre la risa tan diferente de Quevedo y de Cervantes: “Quevedo observa a los humanos desde arriba, con una soberbia a veces insufrible, y se ríe de todo y de todos, porque es capaz de ver lo peor incluso en los mejores; Cervantes, en cambio, observa a los humanos desde abajo, con una humildad militante, y, aunque también se ríe, se ríe con todos, quizá porque es capaz de ver lo mejor incluso en los peores”. A Quevedo se le admira, a Cervantes, en cambio, se le admira y se le quiere. La risa de este niño es, desde luego, cervantina. Pero siguiendo con risas, sonrisas y aplausos, nada como las sonrisas, las risas y los largos aplausos de este fin de semana pasado para bochorno del personal. ¡Qué desvergüenza, santo cielo!

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