miércoles, 4 de octubre de 2017

LOS VIAJES Y EL VIAJE DE VERDAD


Hace unos meses le concedieron el premio Princesa de Asturias y comencé a leer su poesía que me atrajo desde el primer poema hasta el último. Se trata del escritor polaco, Adam Zagajewski, y dicen que puede ser Premio Nobel.
Tiene un poema titulado “Santiago de Compostela”, que se me antoja una obra de arte y una perla a guardar con siete llaves. Comienza con una descripción pausada de lluvias, allá a donde van patrullas de peregrinos con motivaciones que pueden ser muy dispares, hasta que el poeta y el poema, porque ya no sabes, en este mundo de la poesía, quién manda, si el poeta o el poema, se detienen para contemplar a una mujer de entre los muchos peregrinos, con su mochila a cuestas llorando, y es, al terminar así el poema, cuando se te para el pulso:
“Junto a la catedral vi a una mujer
que se había reclinado en su mochila y lloraba.
La peregrinación había acabado.
Adónde iba a ir ella ahora.
La catedral son solo piedras.
Las piedras no conocen el movimiento.
Se aproxima la noche
y el invierno”.
Y aquí es cuando tienes que coger aire para recrearte y degustar la profundidad y la belleza de unos versos que dicen tanto que puedes estar, una tarde entera y muchos días, dándole vueltas y tratando de encontrar algo del sentido del viaje, de la vida y todo su entorno. A no ser que lleves prisa al leer y te vas como has venido.
El viaje ha dado a su fin y de nuevo te quedas desnudo como los hijos de la mar, frente a la nada o la inmensidad del horizonte que se pierde en la lejanía, sin la ilusión emocionada de preparar los pocos bártulos la víspera, surcar paisajes, ciudades y aldeas, patear caminos, calles y senderos, levantarte cada mañana liviano de equipo y sueño y con el ánimo renovado y las ansias de llegar un día ya cercano, el soñar que Santiago estaba ahí a tiro de piedra y se alejaba, la conversación animada en cada albergue, mientras coges fuerzas y descansan los pies deshechos del áspero camino de piedras, polvo y barro, pero el dolor se aquieta viendo otros pies como los tuyos y todo se da por bien dado por una experiencia única y hermosa, y vas tomando notas en una pequeñísima libreta que bien dispuestas podrían dar de sí para escribir un libro de muchas páginas. Hasta que llegas, cumples con todo el ritual del buen peregrino y al salir de la catedral sientes cómo se te derrumba el viaje, vuelve a fijarse tu mirada en ella y ves solo piedras fijadas y amarradas a la tierra, inamovibles, detenidas en el tiempo, un poco como las tumbas del cementerio solitario y tu pensamiento ve acercarse la noche y el invierno hasta que se queda en foto fija.
Esta es otra historia de esas al uso, manidas por poetas de tercera, escritores de libros de viajes y de rutas turísticas a euro por docena de páginas en papel couché, otra historia, como digo, que ni termina ni mal ni bien, sino lejos de los brillos del centro de la boda, el día de reina por un día, tu mayor momento de esplendor, y más bien en los instantes del día después, cuando ya se han apagado las luces del decorado, todos se han marchado y te quedas tú, solo, con tu mundo, tu soledad, el nuevo viraje que quieres dar a tu vida y el comienzo de una nueva etapa sin ningún señuelo. Porque el viaje a Santiago ya terminó y comienza el viaje de verdad, el otro no era más que un ensayo, una pirueta en el aire, una ilusión, una promesa, una apuesta contigo mismo.

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