domingo, 22 de octubre de 2017

JOYAS ROBADAS, y no hay robo


“Mirar hasta perder de vista lo mirado, hasta disolverme en ello. Que uno se convierta en su mirada. Que la mirada se diluya en el objeto al que se mira”. Luis Alonso
Estoy leyendo el último libro, “Joyas robadas”, recientemente publicado, de mi buen amigo y estupendo poeta, Luis Alonso, que ha escrito páginas gloriosas, como gran mirón que es, y me veo obligado a robar, el fragmento 87, como él ha hecho con mucha elegancia, para lanzarme con él hasta donde me lleven los vientos de la tormenta literaria. Me he detenido, ya habrá tiempo de seguir leyendo, me apetece recrearme ahora en mi contemplación pausada tirando del filón que acabo de vislumbrar tras la mirada de Luis.
Mirar los árboles del jardín y perderme en ellos, como hizo el abuelo de Saramago con sus árboles, cuando antes de marchar al hospital, y pensando en que probablemente no volvería a casa, se despidió abrazándolos, uno a uno, perdiéndose entre ellos, enriqueciendo su identidad que se confundía con quienes habían significado tanto en su larga vida.
Mirar con la fuerza de la poeta uruguaya, Juana Ibarbourou, a sus futuras cenizas, aunque le tenga horror a la muerte, y al saberse “abono de raíces, / savia que subirá por tallos frescos / árbol alto que acaso centuplique / mi mermada estatura...”, salta exaltada: “Cuerpo mío: / Tú eres inmortal”. Qué poderío de la palabra poética ajustada y cuánta belleza.
Olvidarse del móvil y hasta de la cámara, ya habrá ocasión, para qué sacar la foto número ciento quince y pico que no volverás a ver, mientras te pierdes el espectáculo grandioso del sol ocultándose entre los pinos y dejando incendiada la tarde, el fulgor del jardín petrificado de la fachada de la catedral que tienes delante y estás a punto de no disfrutarlo por no “mirar hasta perder de vista lo mirado” como desea el poeta de Medina de Rioseco, “hasta disolverse en ello”. Porque es la mirada que merece la pena, la contemplación que te arrastra liviana de peso hasta confundirte con lo mirado y sentirte dentro del fluir de las cosas como el pez nadando feliz a favor de la corriente. Y si tienes delante al otro, sea quien sea, pero más si es tu pareja, tu padre o tu hija o tu hermano o tu amigo, no tienes perdón de Dios si no te esfuerzas en meterte en su mundo, entrar por las ventanas de sus ojos hasta el fondo más profundo de sus pozos oscuros y luminosos, como quiera que sean, descansar en ellos y no querer salir en mucho tiempo, como antes de nacer nadando durante nueve meses en el vientre cálido de tu madre, “yo en vos nadando a ciegas”, escribe en un poema prodigioso, Juan Gelman, que titula: Carta a mi madre. Vicente Aleixandre llega a decir esto tan hermoso y profundo en dos versos incontestables: “arroja este libro que pretende encerrar en sus páginas un destello de luz / y mira la luz cara a cara, apoyada la cabeza en la roca”.
Termino al igual que Luis Alonso el fragmento que me ha traído de cabeza, y así remato el robo: “Si es una película, acabas siendo abrazo arrebatado, banda sonora, frase de un diálogo, viajero en un tren, salvoconducto, tiroteo, pianista de burdel, plano secuencia, beso bajo lluvia... “Cosas así de simples y soberbias”, que diría José Manuel Caballero Bonald”.
En fin, un libro que se agradece, que celebras cita a cita, joya a joya: robadas y bien robadas. Gracias, maestro, gracias, ladrón.
Ah, y nunca lo olvidéis, yo intento no olvidarlo: “Mirar hasta perder de vista lo mirado, hasta disolvernos en ello”.

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