domingo, 16 de julio de 2017

NO HACE FALTA HABLAR


Nunca sabremos qué se dicen. Más aún, quizá no se estén diciendo nada, pero es tanto lo que sienten que no necesitan hablar.
A estas alturas de nuestras biografías alargadas ya está casi todo dicho, aunque nunca nos sobran las buenas palabras, los sabios discursos, los libros de excepción, las conversaciones inteligentes en donde reina el diálogo por encima de los monólogos sin interrupción y en paralelo, como las vías del tren que no hay forma de que se encuentren algún día, “los buenos días” que alegran la mañana por la alegría desbordada de quien los da...; pero lo que nos falta, en verdad, son: el silencio -hay tanto ruido, tanta imagen, tanto desborde de mensajes multiplicados por las redes en milésimas de segundo y tanto blablabla-; los sentimientos, más los que van por el fondo del propio ser que los que arden a flor de labios; los besos cálidos, húmedos y dilatados hasta el último suspiro; los abrazos prolongados y apretados hasta tocar el fondo del otro y tus latidos más sinceros; la forma de saber estar que atempera y aplaca toda ira, y evita todo insulto, toda palabra malsonante, toda actitud propia de energúmenos y gente exaltada; la caricia pausada, sin prisa y mirando para otro lado, porque se nota que no hay nada más importante que hacer en ese momento.
El caballo estaría así toda la vida, incapaz de largarse a comer los más frescos pastos de la pradera y ella no quisiera por nada del mundo desprenderse de ese instante que se quedará para siempre grabado en sus recuerdos más gratos.
Nos falta la intensidad de estos instantes en nuestra vida pública: desde la escuela, el hogar, la calle, el bar... hasta la universidad, el parlamento, las iglesias, y todos los lugares de trabajo y esparcimiento.
Ya decía Mariano José Larra: “¡Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden!”. Como esta joven, como este caballo, porque se están sintiendo con hondura, como cuando estás en casa, callado, porque ya se ha dicho casi todo, pero sintiendo y pendiente del otro, si va, si viene -¡y cuánto tarda!-, si está apesadumbrado, si le duele el alma o alguna parte del cuerpo, hasta tal punto que antes de que lleguen esos quebrantos ya has estado al quite y con los ojos le has interrogado.
Y son esos instantes los que nos salvan, los que nos devuelven la paz perdida, los que hacen que la vilis a punto de estallar no aflore, los que nos impulsan a la acción, un poco renacidos y mucho más concentrados y hasta entusiasmados.
Una imagen, ésta, que apacigua el espíritu alborotado y transmite paz, serenidad, envidia sana y unas buenas ganas de imitar.

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