jueves, 29 de junio de 2017

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO


El título de la célebre comedia de Oscar Wilde va a servirme para hablar de la importancia de nuestros nombres y que nos llamen los demás como nos llamamos, cuando se dirigen a nosotros, porque es posiblemente lo más nuestro que tenemos y sería se locos y estúpidos no mimarlo ni cuidarlo como se merece, así como desear, si no exigir, que nos lo valoren los demás. Porque no es de recibo su ignorancia o que en su lugar nos repitan hasta la saciedad esas muletillas tan de boga como “tío”, “tía”, “colega”, “compañero”, el antiguo “chacho”, “oye tú”, “pues anda que tú”... tan usuales y ya tan manidos y hasta desaboridos.
Por no citar esos estremecedores desde el corazón del hogar: “hipaputa, mala madre, inútil, sinvergüenza, energúmeno, canalla” y otras lindezas de quienes en su día fueron autores de expresiones nacidas al calor de los afectos más valiosos.
Y tampoco vale ese adjetivo que un buen amigo le dice a su mujer, una gran amiga: “gordi”, y esos otros de similar catadura: “mama”, “vieja”, “rubia”, “abuelo”, “chaval”, en lugar del nombre de pila de quienes están orgullosos de llevar prendido en su almario.
Pero, en honor a la verdad y al simple y llano llamar a las cosas por su dulce y justo nombre, sin pasarse, como la panadera antigua de mi barrio que el primer día que fui a comprar el pan me despidió con un ramillete de piropos: “adiós, cariño, guapo”... y que casi hace ponerme más rojo que un tomate rojo, hasta que pocos días después advertí que se lo decía a todos y puse la cosas en su sitio. O como esas parejas que solo tienen por norma, en lugar de los nombres que son nuestras verdaderas señas de identidad, el “cariño, déjame pasar”; “tráeme la camisa, cariño”; “adiós, cariño”; hola, cariño”; “hasta mañana, cariño”. Cariño, cariño, cariño... empalagoso cariño y sin sustancia alguna de tanto relamerse.
Nada como escuchar el nombre propio. Acudo a mi experiencia y cito una anécdota con valor de categoría: hace años una buena amiga me descubrió que mi nombre y apellido tenían su aquel y que a ella le parecían muy bonitos y sonoros. Creo que desde entonces lo tengo más en cuenta, los valoro más y creo que hasta los llevo más pegados a mi piel. Como el tuyo.
Y cuando lo nombramos importa por encima de todas las cosas mirar de frente, a los ojos de quien llamamos hasta que se dé cuenta de que en ese momento nos interesa y no hay nada más importante. Que sepa claro que no es para nosotros un objeto, una cosa, un bicho, un cualquiera, un don nadie, porque se vislumbra además la calidez propia del respeto que nos merece.
Se dice que Theodore Roosevelt recordaba los nombres de cada uno de los empleados de la Casa Blanca, sus vidas, historias, familias y sus dolores personales. No solo eso, también lo hacía con miles de electores, referentes políticos, nacionales e internacionales. Hasta sus sirvientes lo adoraban. Algo más que tener madera de líder, y nadie dudaba de ello. Pero sí, algo más. Es el valor de los nombres y la importancia de llamarse Ernesto, Mª Ángeles, Raquel, Cristina, Justino.

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