lunes, 26 de junio de 2017

ADIÓS A LAS CARTAS


En un célebre ensayo, titulado “El defensor”, que leía estos días de calor sofocante, Pedro Salinas, perteneciente a la Generación del 27, profesor de literatura y el gran poeta de “La voz a ti debida”, dedica el primer largo capítulo, 124 páginas, al elogio y defensa de la correspondencia epistolar, las cartas, con tal vehemencia que se pregunta de este modo “... ¿Porque ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin cartas? ¿Sin buenas almas que escriben cartas, sin otras almas que las lean y las disfruten? ¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, de prisa y corriendo, sin arte y sin gracia?
Uno no puede por menos de enternecerse y apenarse en el caso de que el poeta levantara la cabeza y contemplara el estado actual de la correspondencia epistolar. Ha muerto. Se esfumó aquel ir y venir de escritos en los que se ponían los cinco sentidos y alguno más que hubiere y el alma entera con cierto aire de estremecimiento feliz. Había que escoger adecuadamente tanto el saludo como la despedida y el tono, en los que se advertía un proceso ascendente de cercanía y afectividad a medida de ir aumentando el vaivén de las misivas. “Hay que entregarse al fluir de los renglones, que nos lleve, a su andadura, como quiera, hasta donde ella lo necesite”, escribe el poeta. El cierre del sobre, la pega de los sellos, la dirección y el remitente suponían un rito marcado y bien sellado con la dejada en el buzón, como si de lanzar una palabra mensajera se tratara. Enseguida haría el tiempo impaciente su entrada para ir animando o enfriando la espera. Si llegaba la carta ansiada se abría a toda prisa y nervios, se leía de un tirón, a galope tendido, porque se estaba seguro de que se volvería a ella, más a solas, con toda la parsimonia y morosidad necesarias para ir saboreando cada línea y cada palabra cuando la carta contenía el palpitar cercano de quien estaba lejos y era su autor.
Vuelvo a Pedro Salinas porque me ha sorprendido la magnitud de su elogio y reivindicación: “¡Gran invención, precioso hallazgo, la carta!... Yo sostengo que la carta es, por lo menos, tan valioso invento como la rueda en el curso de la vida de la humanidad”.
Y ya ves, a dónde hemos llegado. Ya no se escriben cartas escritas desde el silencio y el lugar más adecuado, con minuciosa caligrafía, dejando hablar al corazón con afectos reiterativos de lento fluir y abrirse de venas al amigo o a la amante, al hijo lejano o a la madre que no dejaba de mirar la lejanía de la calle anhelando divisar al cartero que, a buen seguro, le anunciaría con acostumbrada alegría de buena vecindad: Tienes carta del hijo, Anselma.
Sí, no todo el pasado fue mejor que el presente, naturalmente, pero qué duda cabe que también hubo cosas hermosísimas que se fueron para no volver y que las hemos cambiado por calderilla de tres al cuarto en mensajes de raquíticos caracteres. Son las prisas, un discurso de dos horas nos parece la mar inmensa del aburrimiento y un libro de 800 páginas el Everest imposible de alcanzar la cima. Llevamos demasiada prisa y por eso nos dejamos atrás muchas conquistas y hallazgos tan entrañables, hermosos y hasta de alto nivel literario como fue parte de la correspondencia epistolar de no hace tanto tiempo. La mayoría de las caras se perdió, pero siempre hubo y acaso haya quienes las guardaron como el mejor de los tesoros y vuelven a ellas con aires de sana nostalgia y feliz rememoración.

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