jueves, 2 de febrero de 2017

CONFUNDIÓ EL SONIDO DEL VIENTO CON LA VOZ DE LOS ÁNGELES


Nota no tan al margen:
Esta vez comienzo por el final. Escribí el siguiente monólogo hace unos meses y leo, en estos días, que nuestro escritor vallisoletano a quien tanto admiro, Gustavo Martín Garzo, por eso le cito con frecuencia, en este artículo también lo hacía, acaba de publicar una nueva novela sobre la historia bíblica de Abraham e Isaac, “No hay amor en la muerte”, y por lo que he leído en la prensa va en la misma dirección, pero él como maestro. Necesito, ya mismo, leerla. Ah, y perdón por el monólogo que ha salido un pelín más largo de lo normal.
Monólogo de Isaac:
“Toma ahora tu hijo único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré.” Génesis
Aquel día caí muerto sobre la peña, porque los sentidos se me apagaron en cuanto se encendió la luz hiriente del cuchillo grande que usaba mi madre en las cosas de la cocina, hasta que un fuerte viento que bajaba de la ladera me despertó y es cuando noté en mi mirada una rabia casi odio, que resbalaba hasta el pecho, y que nunca había conocido, dirigido al hombre que veneraba desde el uso de la razón, rabia que ha durado, por eso hablo de muerte, 57 años, 3 meses y 14 días, hasta este mismo instante en el que mi padre, Abraham, el padre de la fe de muchos pueblos, ha cerrado los ojos para siempre.

Pero padre, ¿dónde está el cordero para el sacrificio?
Era todo azul el cielo cuando abrí la ventana, tenía todavía los ojos pegados al sueño, pero en cuanto me llamó mi padre me levanté a toda prisa porque, aunque no me había dicho nada al acostarme, entendí, como otras veces, que me tenía preparada una sorpresa. ¿Iríamos a probar las primeras uvas a la viña preferida de toda la familia? ¿Me llevaría al pueblo de las montañas para comprarme unas botas de caza?
Nos pusimos en camino, monte arriba. Yo iba como siempre, delante, llevando las correas del asno que mi padre usaba cuando el camino iba a ser largo. Y como le preguntara una y un montón de veces más, que adónde íbamos aquella mañana de luz intensa y diera muchos rodeos hasta que de tanto insistir se diera por vencido y me dijera que íbamos a la cumbre del monte a ofrecer a Yahvé un sacrificio, le contesté:

Pero padre, ¿dónde está el cordero para el sacrificio?
Él me respondió con la frase que tenía siempre a la puerta de la boca:
Dios proveerá.
Hasta que llegamos a una peña que estaba en lo más alto desde donde se divisaba el mar. Y yo insistía:

Pero padre, ¿dónde está el cordero para el sacrificio?
Y es entonces cuando me entró un gran temblor en todo el cuerpo, cerré los ojos después de ver brillar al sol de la mañana el rayo deslumbrante del cuchillo y no vi más, nada oí..., hasta que el viento de la ladera le susurrara a mi padre al oído, creía que era un ángel, como siempre, que se detuviera, que había ya demostrado que su fe era grande. No quise saber nada más, ni me interesó que echara mano de un carnero que saltaba por las rocas apartado del rebaño y había quedado con los cuernos entre la maleza e hiciera lo que a mí tanto hería a mis sentidos: la sangre por el suelo, el olor a carne quemada y el humo que subía a lo alto hiriendo los ojos cuando el viento hacía remolinos.
¿... y quién, cómo, cuándo, por qué, qué se cuece en los sesos de la mente de los hombres... eran las voces que atronaban en mis oídos?
Quizá no tuviera culpa de nada, mi padre, porque confundía los sueños que todos tenemos con mensajes de lo alto..., que ya decía mi madre: Abraham, te vas a volver loco de tantos sueños y de tanto confundir al viento de la ladera con el aleteo de los ángeles zumbando en tus oídos. Eso le decía mi madre, Sara, y sonreía como cuando le dijeron que iba a tener un hijo muy entrada en años. Quizá no tuviera culpa de nada y solo se debía a algún desequilibrio de su cerebro, pensaba yo. Si no, ¿cómo entender el desvarío de una obediencia tan ciega y tontorrona?
A medida de ir haciéndome hombre he seguido pensando que quizá no tuviera culpa, porque quienes la tuvieron sobremanera fueron quienes se inventaron el personaje de mi padre, y la historia del sacrificio, y un hijo tan obediente y sumiso, y un Dios que exige esa fe inquebrantable en los humanos, más la sangre y el humo con olor a cuerno quemado, sin sentido, de animales, y la muerte de un cordero inocente, como yo, en la flor de la adolescencia desde donde me salió para siempre el fruto de la rebeldía con causa o sin ella a raudales.
Así que a estas alturas de la vida sigue en mi mente la pregunta de marras:

Pero padre, ¿dónde está el cordero para el sacrificio... y por qué esa necesidad de sacrificios a los dioses... y esa sangre rodando por el suelo... y ese olor a chamusquina que incendia los pulmones... y ese humo ennegrecido que enturbia la mirada... y por qué tienes que confundir el sonido del viento con la voz de los ángeles..., y por qué tanta gente se imagina y dibuja a un Dios así: a imagen y semejanza de su mente chiquita y retorcida..., ¿por qué..., por qué?...
El ángel del Señor llamó por segunda vez a Abrahán desde el cielo y le dijo:
—Juro por mí mismo, oráculo del Señor, que por haber hecho una cosa así, y no haberme negado a tu hijo, a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas; y tu descendencia se adueñará de las ciudades de sus enemigos. En tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra porque has obedecido mi voz.
AMEN, y mejor... de amén nada, porque merece seguir reflexionando, esta vez, de la mano del escritor Gustavo Martín Garzo, en uno de sus artículos, y no volver a poner punto final a esa historia macabra:
“No tengo ninguna duda de que si Don Quijote se hubiera encontrado en una de sus andanzas con Abraham y su hijo dirigiéndose al monte Moriah la habría emprendido a mandobles con el primero y puesto fin al sin sentido de aquel sacrificio”.
Pues eso.

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