martes, 10 de enero de 2017

LUCIA BERLIN


El libro del año, 2016

Me llamó la atención la primavera pasada cuando oí por primera vez su nombre en una reseña de José María Guelbenzu, a quien considero un buen escritor y un gran crítico, diciendo de ella: “Creo que nunca he leído a una mujer más inteligente, sensible, tierna y valiente”. Me quedé con el cuento y se fue pasando al olvido hasta que de nuevo algunas escritoras queridas, entre ellas, mi Rosa Montero, que diría esto tan hermoso: «Los cuentos de Lucia Berlín son mariposas que aletean sobre el abismo: y, como toda mariposa, son en parte remolinos de luz y en parte gusanos. Hacía tiempo que no leía nada tan impactante: su aterradora belleza deja sin aliento», o mi Elvira Lindo, que e ha atrevido a decir: «Lucia Berlín es un milagro, como escritora renacida años después de su muerte».
Con estos achuchones me fui a la biblioteca, a dos pasos de casa, y como las bibliotecarias son tan espléndidas profesionales y buena gente, si no la tienen, rápidamente miran a ver si está en alguna otra de la ciudad y, efectivamente, estaba, y a los pocos días te llaman para que vayas a recogerla. Y da la casualidad de que ese sábado en Babelia la consideran el libro del año. La tomo como si tuviera entre las manos un tesoro y, aunque a veces la crítica de la contraportada exagera, esta vez, me parece que no se han pasado ni un pelín. El libro es una antología de algunos de sus relatos y lleva el título de uno de ellos: “Manual para mujeres de la limpieza”.
“Lucia Berlín, un clásico de la narrativa estadounidense”.
“Su prosa desciende de Proust y de Chejov”.
“Cada frase de esta escritora es una epifanía”.
“Leerla es desconcertante y maravilloso, doloroso e inolvidable”.
“Una fuerza literaria única y abrasadora”, etc. etc. etc.
Y en estas estoy, leyendo y disfrutando, sin prisas, y el lápiz a pie de página, para que su lectura penetre como lo hace el sirimiri.
¿Es autobiografía? En gran parte sí, se advierte claramente, pero pasado por el cedazo de la imaginación y una inteligencia preclara. Lo dirá uno de sus hijos: “Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco”. Nunca mejor dicho. Ella misma diría que en todo buen relato, debía producirse, "una mínima alteración de la realidad. Una transformación, no una distorsión de la verdad".
Historias que trascienden y hasta el mismo paisaje siniestro, sucio y cochambroso es luminoso en la pluma de esta mujer, por ejemplo: “Hacía viento el último día que fui al vertedero. Ráfagas resplandecientes salpicaban las gachas de arena. Cuando aparecieron las siluetas en las dunas, entre torbellinos de polvo, parecían fantasmas plateados”.
O esa preciosa combinación entre la cotidianidad del trabajo en un hospital y su infancia en el relato “Tiempo perdido”: “Volví a toda prisa a mi escritorio, a mecerme en el suave oleaje de la memoria”.
O ese espléndido contar en el recuerdo el encuentro amoroso en pleno mar: “Cuando César se apartó, el esperma quedó flotando entre los dos como tinta blanca de pulpo. Siempre que Eloise rememorara la escena en el futuro no sería como suele recordarse a una persona o un acto sexual, sino más bien un fenómeno de la naturaleza, un ligero temblor de tierra, una ráfaga de viento en un día de verano”.
Su vida, enormemente turbulenta, quedará plasmada entre líneas y muchas veces a la claras y así asistiremos a sus tres matrimonios fallidos, su alcoholismo, heredado de su madre, su desintoxicación, el mantenimiento y cuidado de sus cuatro hijos y sus trabajo de enfermera telefonista, limpiadora de la limpieza profesora de escritura en varias universidades.
Y así concluye el libro: “¿Qué más me he perdido? ¿Cuánto me fue dicho que no logré escuchar? ¿Qué amor pudo haberse dado que yo no sentí? Son preguntas inútiles. La única razón por la que he vivido tanto tiempo es porque fui soltando lastre del pasado. Cierro la puerta a la pena, al pesar, al remordimiento”.
Murió de cáncer en 2004, en los Ángeles. Había nacido en 1936, en Alaska.

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