viernes, 18 de marzo de 2016

ESTA IMAGEN DUELE DOS VECES




Hay imágenes que duelen, sin más, a primera vista, y esta duele desde el primer momento, como están hiriendo sanamente nuestras miradas esta y todas las que estos largos días nos llegan de los miles y miles de refugiados, danzando como pobres zombis, pisando barro y pasando ríos, por los países de una Europa cruel e insolidaria, y doblemente duele si se la mira dos veces: es gente joven, probablemente no más de treinta años, más una mujer adulta, con tres niños, el mayor de la mano y los otros dos cargados a la espalda y en los brazos, y uno no se resigna a ver cuanto ve y se pregunta: ¿serán capaces de ir mucho tiempo con las manos en los bolsillos sin echarle una mano?, y ¿cómo es posible que todos ellos, aunque el peso de la vida sea tan insoportable, que lo es, se despreocupen de la mujer que va a su lado con el mismo peso que ellos más el de sus tres hijos?
La buena literatura, lo vengo diciendo hasta la saciedad, porque lo aprendí bien de mis mejores maestros, te obliga a detener el aliento, pensar con detenimiento, cambiar la mirada, amorfa y precipitada, por otra penetrante y escudriñadora, como la fotografía o la pintura en general, cuando se convierten en arte, y te elevan, y te salvan, y te interpelan, y llevan a tu cerebro un alimento generoso, sugerente y complejo que se queda para anidar durante tiempo y fecundarlo.
Pero una vez juzgado el hecho, cabe esperar que, pasados unos minutos, le echen una mano sin que nadie se lo pida, porque sencillamente sale de ellos lo mejor de sí mismos que llevan dentro junto al frío, la intemperie, el dolor y la desesperación. Claro que sí, es de esperar, porque en los peores momentos de las guerras, por ejemplo, y de todo tipo de desgracias, afloran en el ser humano ejemplos increíbles de una dignidad y valor infinitos, hasta olvidar por un instante la situación desesperante.
Esto sucedió en el campo de concentración de Auschwitz:
“Una tarde en que nos hallábamos descansando sobre el piso de nuestra barraca, muertos de cansancio, los cuencos de sopa en las manos, uno de los prisioneros entró corriendo para decirnos que saliéramos al patio a contemplar la maravillosa puesta de sol y, de pie, allá fuera, vimos hacia el oeste denso nubarrones y todo el cielo plagado de azul acero al rojo bermellón... y entonces, después de dar unos pasos en silencio, un prisionero le dijo a otro: “¡Qué bello podría ser el mundo!”. “El hombre en busca de sentido”, de Vícktor Frankl.
Puede comprenderse que cuando la carga es tan pesada uno vaya ensimismado y todos los sentidos aletargados, pero, aún en ese caso, si queda algo de sensibilidad y de humanismo en el ser humano es posible no cerrar todas las puertas de la compasión hacia el otro e ir en su ayuda.
Sigue diciendo el autor citado que hasta el humor es otra de las armas con las que el alma humana lucha por su supervivencia. Ahí está como hermoso testimonio la película: “La vida es bella”.
Estoy seguro de que entre los refugiados, hasta en el centro de la mayor de las desesperaciones, anida algún destello de humor, belleza y mucha bondad. Es propio del ser humano, por fortuna.

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