martes, 22 de marzo de 2016

EL ÁRBOL SOLITARIO




Viendo esta imagen, ¡cómo olvidar aquella de mi infancia! El Árbol Solitario lucía majestuoso su sombra y todo su aire de ejemplar único, en muchos kilómetros a la redonda, en aquella Tierra de Campos que nos vio nacer, tierra de campos de tierra y trigo, tan escasa de árboles donde reclinar la cabeza a la hora de la siesta en los veranos de un fuego desmedido en días de siega. Me viene a la memoria, sin esfuerzo, el final del Romance del Prisionero: “Matómela un ballestero / dele Dios mal galardón”. Sacar un árbol sin motivo en Tierra de Campos es casi un delito de lesa patria.
Estaba a dos kilómetros del pueblo camino del Sequillo, a orillas de la carretera general, Madrid-Coruña, hasta que el progreso hizo saltar por los aires a todo cuanto se oponía a un diseño rígido, sin marcha atrás, llevándose por delante el Árbol símbolo de una tierra, un pueblo y sus gentes. Las autopistas no han tenido nunca piedad con esas menudencias, porque ¿qué es un árbol en la inmensidad del planeta?, ya lo sé, nada, pero hay cosas que siendo nada lo son todo, esa es la cosa. Y llevados por esa filosofía estrecha de andar por casa nos llevamos por delante la Amazonia, enterramos pueblos sin mirar atrás, y para qué las playas vírgenes pudiendo llenar de torres y más torres y más torres apretadas y ruidosas y hasta de rascacielos monstruosos a la misma orilla del mar, por no hablar de aeropuertos, rotondas, casas de cultura sin arte ni luz alguna, porque todas las luces nacieron en su origen apagadas..., aunque para qué seguir, cada cual tiene en su retina imágenes grandilocuentes y harto significativas.
Suelo ir de viaje a mi infancia -como tú, como todos-, me sirve cualquier excusa, una palabra que llega no se sabe de dónde, ni cómo, ni por qué, una imagen como ésta, que me sale al encuentro mientras voy y vengo por las alamedas de Internet, un olor semejante al que había en días de fiesta en la cocina en donde mi madre era dueña, reina y buena cocinera..., para que todas las antenas de la memoria se pongan en marcha y aniden en los reinos de lo que fue mi pequeño paraíso.
Y vuelvo a mi Árbol Solitario y maldigo a quien no tuvo el elemental respeto de la línea curva y tiró por la calle de en medio sin pensárselo dos veces, cuando por menos se han hecho mil y una excepciones, sin ir más lejos, en los terrenos del pueblo y quizá de todos los pueblos del mundo, que por no molestar a las tierras del Sr. Conde, los ingenieros al servicio del señor y los señores daban mil rodeos a senderos, caminos, carreteras y hasta los cauces de los ríos se alteraban si había necesidad de cambiar su curso de lugar con la misma facilidad que cambio yo un libro de su lugar de siempre en la estantería.
Vuelvo, pero no puedo ya cantarle con aquellos versos del poema “Ciruelo silvestre” que aprendí de Claudio Rodríguez, mi poeta de cabecera:
“Cuando llegue el otoño, con rescate y silencio,
tú no marchitarás.
Aquí, en la plaza,
junto a tu sombra nunca demacrada,
respiro sin esquinas,
siempre hacia el alba,
porque tú, tan sencillo,
me das secreto y cuánta compañía:
en una hoja el resplandor del cielo”.
Y así llegue en otoño, primavera o verano, siento en el alma que aquella sombra y aquellas hojas no pueden darme el resplandor del cielo de mi tierra que es mucho cielo, porque la autovía se lo llevó por delante. ¡Ay!

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