martes, 8 de marzo de 2016

CUANDO LAS MADRES LAVABAN EN EL RÍO




¿Cuántos años tendrán estas fotografías? Tantos cuantos tu recuerdo lleve congelado en las aguas fértiles de la memoria. Esas mujeres son de otra época. Del tiempo de nuestras madres y nuestras abuelas, aquellas que, sin poner mala cara, ni dureza en el rostro, se iban con la ropa en la cabeza o la cesta en la cintura, sin doblarse más que cuando había que poner las rodillas en el suelo para buscar el agua en el arroyo o el río más cercano y puestas como un signo de interrogación, sin hacer ninguna pregunta airada al aire -no daba tiempo- restregaban hasta el aguante largo y tenso de las manos doloridas y quedara como los chorros del oro la ropa que traía toda la suciedad de la semana.
No sé de qué estaban hechas aquellas mujeres, pero sé que eran fuertes como rocas erguidas en las montañas más altas, llevaban todo el amor del mundo dentro, aunque no salieran de las cuatro paredes de la casa, la cocina y las salidas a la compra, la huerta y el río donde hacían la tertulia más animada.
Eran tiernas para cantarles nanas todas las noches a los más pequeños de la casa. Y maestras en el arte de contar cuentos, leyendas, historias de guerra y miedo, adivinanzas y enseñar no pocos trucos con los dedos de la mano y encontrarle mil usos al mandil, sin el cual se sentían fuera de lugar en casi todas las faenas de la casa.
Lo callaban todo cuando de guardar los secretos de los suyos se trataba y lo aguantaban hasta límites insospechados, ay, hasta cuando algún marido venía como una cuba más de una noche y no dejaba títere con cabeza, y como las habían educado para callar, obedecer y resignarse hasta desfallecer mientras la muerte no los separara, escondían su horror en silencio, sus lágrimas y su impotencia entre las ascuas moribundas de la lumbre.
Sólo algunas se rebelaban contra la mala suerte que les había señalado la ruleta de la vida. Y había quien llevaba una Yerma muy dentro y a veces afloraba:

¡Ay qué prado de pena!
¡Ay qué puerta cerrada a la hermosura,
que pido un hijo que sufrir y el aire
me ofrece dalias de dormida luna!
Estos dos manantiales que yo tengo
de leche tibia, son en la espesura
de mi carne, dos pulsos de caballo,
que hacen latir la rama de mi angustia.
Y regresaban felices de una tarea bien hecha, para seguir con el resto siempre alargado de las labores domésticas.
Se levantaban temprano y se acostaban después de hacer la comida del día siguiente para el campo y de mirar, en tiempos donde la helada llegaba hasta las sábanas, a ver si estaban bien arropados los niños.
Todas esas mujeres, anónimas, deberían, y no otros, recibir todos los homenajes y todos los respetos más profundos.
¡Larga vida, al menos, en nuestra memoria, como el mayor de los homenajes mejor merecidos! Lo que no obsta para celebrar los cambios producidos y seguir reivindicando estos avances como los muchos que aún faltan.

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