viernes, 18 de diciembre de 2015

CABALLO DESBOCADO



Cuando veo un cabello así, indefectiblemente, me lleva a un suceso de juventud en el que pasé todos los miedos y uno más, porque el caballo en el que iba montado se desbocó y no sabía en qué podía terminar aquello, puesto que ignoraba si aquel caballo, que corría más veloz que cien vientos huracanados, en algún momento dejaría de correr con tanta furia y afán desmedido. Era en Rodasviejas, a donde he ido mucho después a cabalgar sobre versos y microrrelatos en los talleres que organizan con tan buen tino y maestría mis admirados y amigos, Isabel Castaño y Raúl Vacas, en su casa de La Querida. 

La imagen no puede ser más bella e impactante y me transporta al poderío del pensamiento cuando surge libre y se lanza a cruzar los caminos más variopintos hasta donde el viento lo lleve.
Pero me da miedo cuando no dominas el medio, ni te has ar-mado de buenas y recias bridas para conducirte por donde debes, sin hacerte daño ni hacerlo a los otros, con la seguridad de quien sabe las reglas más elementales del saber, del vivir en sociedad, de tu puesto en el mundo y tu relación con el todo o de participar en uno de los múltiples debates que pululan en todas las esquinas de la actualidad. ¿No ves cómo se desbocan en tertulias y debates gentes de buen vivir y de tan mala educación? 


Nada como lanzarse con el mayor de los ímpetus y saborear a gran velocidad el roce del viento y la fuerza de tus impulsos, pero nada también como saber enderezar el rumbo, detenerse a tiempo para, entre otras cosas muy significativas, contemplar el instante, la pasión detenida, el paisaje que se eterniza en tu memoria, la charla animosa, el debate en donde se respeta al adversario y se confrontan las ideas hasta el amanecer si fuera preciso, y se escucha al otro cuando habla y se le mira a los ojos y se deja fluir la conversación entre gente civilizada, que se precia de ello, sin voces destempladas e insultos de alto voltaje.


El caballo se detuvo, pero no hasta que llegó a otra gran de-hesa en donde pastaban toros y caballos en perfecto maridaje y dulce quietud, y es cuando comencé a respirar hondo y relajado y hasta feliz de poderlo contar, totalmente ileso, y narrarlo como una aventura de joven inexperto e imprudente. Sentí en aquel momento, una vez más, no haber sido mi padre o uno de mis hermanos que sabían un rato montar a caballo y dominarlo.

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