Cuando veo un cabello así,
indefectiblemente, me lleva a un suceso de juventud en el que pasé todos
los miedos y uno más, porque el caballo en el que iba montado se
desbocó y no sabía en qué podía terminar aquello, puesto que ignoraba si
aquel caballo, que corría más veloz que cien vientos huracanados, en
algún momento dejaría de correr con tanta furia y afán desmedido. Era en
Rodasviejas, a donde he ido mucho después a cabalgar sobre versos y
microrrelatos en los talleres que
organizan con tan buen tino y maestría mis admirados y amigos, Isabel
Castaño y Raúl Vacas, en su casa de La Querida.
La imagen no puede
ser más bella e impactante y me transporta al poderío del pensamiento
cuando surge libre y se lanza a cruzar los caminos más variopintos hasta
donde el viento lo lleve.
Pero me da miedo cuando no dominas el
medio, ni te has ar-mado de buenas y recias bridas para conducirte por
donde debes, sin hacerte daño ni hacerlo a los otros, con la seguridad
de quien sabe las reglas más elementales del saber, del vivir en
sociedad, de tu puesto en el mundo y tu relación con el todo o de
participar en uno de los múltiples debates que pululan en todas las
esquinas de la actualidad. ¿No ves cómo se desbocan en tertulias y
debates gentes de buen vivir y de tan mala educación?
Nada como
lanzarse con el mayor de los ímpetus y saborear a gran velocidad el roce
del viento y la fuerza de tus impulsos, pero nada también como saber
enderezar el rumbo, detenerse a tiempo para, entre otras cosas muy
significativas, contemplar el instante, la pasión detenida, el paisaje
que se eterniza en tu memoria, la charla animosa, el debate en donde se
respeta al adversario y se confrontan las ideas hasta el amanecer si
fuera preciso, y se escucha al otro cuando habla y se le mira a los ojos
y se deja fluir la conversación entre gente civilizada, que se precia
de ello, sin voces destempladas e insultos de alto voltaje.
El caballo se detuvo, pero no hasta que llegó a otra gran de-hesa en donde pastaban toros y caballos en perfecto maridaje y dulce quietud, y es cuando comencé a respirar hondo y relajado y hasta feliz de poderlo contar, totalmente ileso, y narrarlo como una aventura de joven inexperto e imprudente. Sentí en aquel momento, una vez más, no haber sido mi padre o uno de mis hermanos que sabían un rato montar a caballo y dominarlo.
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