Ya sé que no todos podemos llegar a ser Botticelli, Juan Sebastián
Bach, Cervantes, Antonio Machado, Nelson Mandela y un inmenso etcétera
que ha hecho mucho mejor este extraño, bello y áspero mundo nuestro, y
sin embargo tenemos que agradecer a Ortega y Gasset que nos dijera que
“todos tenemos una misión de claridad”. Es lo que hicieron cuantos nos
han precedido, algunos de los que están entre nosotros y los muchos que
continuarán con esa alta misión. Dicho lo cual no nos debe ser extraña
la idea de Ortega porque nos incumbe con la misma fuerza y el mismo
derecho e idéntica responsabilidad: dar luz sobre las sombras, poner
claridad a lo turbio, siniestro, inhumano y pedestre que domina con
frecuencia nuestra cotidianidad a ras de tierra y que no es capaz de
levantar el vuelo, transfigurar el mundo y “enriquecer la naturaleza”, a
través del arte, como quería Schiller. Y eso es lo que hace la madre de
familia, con pocos estudios, pero con muchas luces, cuando alienta al
hijo perezoso a salir de su escondite e intentar comerse el mundo, como
el que te sirve el primer café de la mañana y lo hace con esmero, una
sonrisa y un gracias al pagarle que tú devuelves, o como el que dice un
NO rotundo a quien le intenta sobornar.
¿No es esa la tarea que se nos ha encomendado, que nos hemos ido dando desde que nuestros primeros antepasados comenzaron a bajarse de los árboles y echar a andar esta civilización que desde entonces es imparable? Y de igual modo debemos agradecer a otro filósofo, Sartre, que nos dejara este extraordinario pensamiento: “El mundo se convierte en mi tarea”. Algo nos impele desde entonces a transformar con la luz de nuestra mente y las manos puestas en la masa al servicio de la mejora de cuanto nos rodea.
Para redondear este pensamiento permitidme que cite al gran poeta, Rainer María Rilke, que dijera: “La función del poeta es poner nombre a las cosas”, que concretó con esto tan hermoso y fascinante: “Decir las cosas, como las cosas nunca soñaron ser dichas”.
Dios, según nos dice la Biblia, encomienda a Adán poner nombre a las cosas. Y no solo el nombre frío y lejano, sino algo más importante: añadirle color, calor, darle la mano, si es preciso, para que adquiera un nuevo sentido con el aliento que nosotros mismos somos capaces de transmitirle. Y así las cosas nos hablan, la casa, las cosas de la casa, los libros cerrados, y no digamos abiertos, la tarta que nos ha salido a pedir de boca y al gusto de todos, las chuletillas de lechazo a la brasa con un ribera en amistosa compañía, aquella primera bicicleta que nos volvió locos y ayudó tanto a una infancia más feliz, nos hablan porque les hemos transmitido nuestra luz, el roce de nuestras manos, nuestro aliento y el yo más íntimo, personal e intransferible. Ellas nos devuelven gratitud como mi perra Linka -al llamarla-daba emocionada vueltas y más vueltas para celebrar mi regreso a casa después de estar unos días ausente.
La tarea no puede ser más hermosa.
¿No es esa la tarea que se nos ha encomendado, que nos hemos ido dando desde que nuestros primeros antepasados comenzaron a bajarse de los árboles y echar a andar esta civilización que desde entonces es imparable? Y de igual modo debemos agradecer a otro filósofo, Sartre, que nos dejara este extraordinario pensamiento: “El mundo se convierte en mi tarea”. Algo nos impele desde entonces a transformar con la luz de nuestra mente y las manos puestas en la masa al servicio de la mejora de cuanto nos rodea.
Para redondear este pensamiento permitidme que cite al gran poeta, Rainer María Rilke, que dijera: “La función del poeta es poner nombre a las cosas”, que concretó con esto tan hermoso y fascinante: “Decir las cosas, como las cosas nunca soñaron ser dichas”.
Dios, según nos dice la Biblia, encomienda a Adán poner nombre a las cosas. Y no solo el nombre frío y lejano, sino algo más importante: añadirle color, calor, darle la mano, si es preciso, para que adquiera un nuevo sentido con el aliento que nosotros mismos somos capaces de transmitirle. Y así las cosas nos hablan, la casa, las cosas de la casa, los libros cerrados, y no digamos abiertos, la tarta que nos ha salido a pedir de boca y al gusto de todos, las chuletillas de lechazo a la brasa con un ribera en amistosa compañía, aquella primera bicicleta que nos volvió locos y ayudó tanto a una infancia más feliz, nos hablan porque les hemos transmitido nuestra luz, el roce de nuestras manos, nuestro aliento y el yo más íntimo, personal e intransferible. Ellas nos devuelven gratitud como mi perra Linka -al llamarla-daba emocionada vueltas y más vueltas para celebrar mi regreso a casa después de estar unos días ausente.
La tarea no puede ser más hermosa.
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