martes, 17 de noviembre de 2015

HERMOSA TAREA




Ya sé que no todos podemos llegar a ser Botticelli, Juan Sebastián Bach, Cervantes, Antonio Machado, Nelson Mandela y un inmenso etcétera que ha hecho mucho mejor este extraño, bello y áspero mundo nuestro, y sin embargo tenemos que agradecer a Ortega y Gasset que nos dijera que “todos tenemos una misión de claridad”. Es lo que hicieron cuantos nos han precedido, algunos de los que están entre nosotros y los muchos que continuarán con esa alta misión. Dicho lo cual no nos debe ser extraña la idea de Ortega porque nos incumbe con la misma fuerza y el mismo derecho e idéntica responsabilidad: dar luz sobre las sombras, poner claridad a lo turbio, siniestro, inhumano y pedestre que domina con frecuencia nuestra cotidianidad a ras de tierra y que no es capaz de levantar el vuelo, transfigurar el mundo y “enriquecer la naturaleza”, a través del arte, como quería Schiller. Y eso es lo que hace la madre de familia, con pocos estudios, pero con muchas luces, cuando alienta al hijo perezoso a salir de su escondite e intentar comerse el mundo, como el que te sirve el primer café de la mañana y lo hace con esmero, una sonrisa y un gracias al pagarle que tú devuelves, o como el que dice un NO rotundo a quien le intenta sobornar.
¿No es esa la tarea que se nos ha encomendado, que nos hemos ido dando desde que nuestros primeros antepasados comenzaron a bajarse de los árboles y echar a andar esta civilización que desde entonces es imparable? Y de igual modo debemos agradecer a otro filósofo, Sartre, que nos dejara este extraordinario pensamiento: “El mundo se convierte en mi tarea”. Algo nos impele desde entonces a transformar con la luz de nuestra mente y las manos puestas en la masa al servicio de la mejora de cuanto nos rodea.
Para redondear este pensamiento permitidme que cite al gran poeta, Rainer María Rilke, que dijera: “La función del poeta es poner nombre a las cosas”, que concretó con esto tan hermoso y fascinante: “Decir las cosas, como las cosas nunca soñaron ser dichas”.
Dios, según nos dice la Biblia, encomienda a Adán poner nombre a las cosas. Y no solo el nombre frío y lejano, sino algo más importante: añadirle color, calor, darle la mano, si es preciso, para que adquiera un nuevo sentido con el aliento que nosotros mismos somos capaces de transmitirle. Y así las cosas nos hablan, la casa, las cosas de la casa, los libros cerrados, y no digamos abiertos, la tarta que nos ha salido a pedir de boca y al gusto de todos, las chuletillas de lechazo a la brasa con un ribera en amistosa compañía, aquella primera bicicleta que nos volvió locos y ayudó tanto a una infancia más feliz, nos hablan porque les hemos transmitido nuestra luz, el roce de nuestras manos, nuestro aliento y el yo más íntimo, personal e intransferible. Ellas nos devuelven gratitud como mi perra Linka -al llamarla-daba emocionada vueltas y más vueltas para celebrar mi regreso a casa después de estar unos días ausente.
La tarea no puede ser más hermosa.

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