martes, 27 de octubre de 2015

CUANDO SE PARABA EL RELOJ ECHABAN A ANDAR LAS HISTORIAS



Debajo de ese reloj de piedra (1), cuando ya no daba la hora porque anochecía, oí los primeros cuentos de miedo, más de una procacidad y algunas andanzas amorosas de solterones libres y hasta de algún casado extraviado, que nos contaban los chicos mayores. Mis amigos y yo andaríamos por los ocho o nueve años y escuchábamos absortos y, aun cuando ya ha pasado la tira de años de aquello, sigue fresco en mi memoria y no es que ésta sea brillante, pero ya se sabe que las historias que se oyen en los años del despertar a la vida quedan marcadas como en la piedra más dura y no se borran fácilmente.
Era recurrente hablar de gente fanfarrona que de noche había ido al cementerio por alguna apuesta y al intentar subir por la puerta de hierro quedar prendido de la ropa sin poder bajar y cuando los amigos se acercaban para auxiliarlo, advertían que el valiente de turno estaba mojado de su orín y embadurnado de sus propias defecaciones lo que daban al respetable un respiro y muchas risas hasta ver humillado al fanfarrón.
De igual forma hacíamos un recorrido imaginario por las calles más oscuras que algunos de los que he citado anteriormente aprovechaban para sus escarceos licenciosos, llevados de la mano y las ensoñaciones pertinentes de nuestros primeros maestros de calle y rincones a media luz de las bombillas de la época harto lánguidas. Esa era nuestra buena, mala o regular iniciación al sexo, puesto que era lo que había en aquellos años de estraperlo, pertinaz sequía y nacional-catolicismo.
¡Ay, si aquel reloj de piedra hablara! Y habla en nuestra memoria y de qué manera.


(1) Se trata del reloj de piedra de la iglesia inacabada (La Obra) de Villardefrades, mi pueblo natal. Una buena foto, como todas las suyas, de mi buen amigo Enrique Salas, que un día pasaba por allí y me la regaló. ¡Qué detalle!

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