En los últimos
años podría decirse que la risa tiene muy buena prensa y ha sido muy bien acogida
y mejor tratada por psicólogos y gente de buen vivir, aunque algunos se hayan
podido pasar algunos pueblos montando talleres de risoterapia que tiene su
guasa la cosa. Pero todo sea bienvenido para estos años grises de miseria y
cochambre que nos están tocando en suerte. Porque la necesitamos como el comer,
y no digamos la sonrisa, que tendría que perseguirnos día y noche y hasta
llevarla de calle unos y otros, unas y todas, para salvarnos de la quema.
Dicho esto, como dicen los tertulianos a
troche y moche, vayamos por partes, porque no hay peor risa que la de los
vencedores, o matizando más, de algunos triunfadores. Ya se dio cuenta el
inteligente y perspicaz David Trueba, quien tras llevarse los mejores Goyas en
la Gala de la Cosa, hubo de reconocer que se le acabó eso tan bonito de ser un
perdedor, con lo cómodo que es. Y echó en falta y lo criticó a quien esa noche
faltó cuando debería haber estado, y en primera fila, el ministro Wert, que
para eso le pagamos, y que tanto ríe por otra parte, aunque su risa te congele
el hígado.
A eso iba,
porque esta idea de hablar de la risa me la dado una foto de otro ministro, Gallardón, que ha ganado, tras una
victoria pírrica, la batalla contra los que pedían el rechazo al proyecto de
ley sobre el aborto. Entendieron y aplaudieron, ay, que la unidad del Partido
es más importante que los derechos y la libertad de las mujeres. Y, efectivamente,
las risas del ministro de Justicia en fotografías de aquí y de allá, son risas
que congelan el alma, porque son las típicas del vencedor que con orgullo se
recrea en su triunfo, y que, piensa, pobre diablo, que ha dejado pequeños y en
mal lugar a todos los perdedores y a todas las mujeres que se han manifestado
por todas las calles y plazas de España, que perseguirán esa risa hasta más
allá de su tumba, y si no al tiempo. Hay cosas que no se perdonan, una de ellas
es ésta, la de hacer tanto daño a las mujeres, y a los hombres que estamos con
ellas, que las convierte en seres incapaces de decidir, sobre lo más suyo, sin
derechos, teniendo que ir a Londres a abortar, como en tiempos que se habían
olvidado, en el mejor de los casos, porque en el peor, a la vecina de turno sin
control ni seguridad. Ríase Sr.
Gallardón, sígase riendo, pero sepa que a las mujeres se les ha congelado
su risa en los ovarios y aprenda de una vez por todas, que cuando se gana, hay
que consolar al que pierde y no carcajearse delante de sus narices, ni reír con
risa de hiena, porque no son modales, y porque cuando se gana de esa manera a
las piedras y plantas que hay a su alrededor les está dando una vergüenza
insufrible, ¿o no se da cuenta?, ¿o no tiene alma, por mucha obediencia que
practique a una Iglesia que le pisa los talones, que tanto habla de las almas,
y a quien sirve cual aventajado y fiel servidor y dócil monaguillo?
No hago más que mirar a mi alrededor y no veo más que bochorno y
vergüenza ajena y propia.
“Las imágenes de unos
diputados populares jaleando a Gallardón, escribe Josep Ramoneda, después de la votación, recordaban
inevitablemente otro infausto momento de la historia de nuestra democracia: el
día que los diputados del PP festejaron con obsceno entusiasmo que todos habían
votado como un solo hombre a favor de la guerra de Irak. España se acababa de
apuntar a una guerra y el PP no podía contener su alegría porque nadie había
roto la disciplina. Son dos iconos de la indignidad de la política”.
Eso mismo pienso y creo: la indignidad de la política (prietas
las filas) al servicio de los partidos en lugar del servicio de la ciudadanía.
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