lunes, 16 de septiembre de 2013

LAS VOCES BAJAS, de Manuel Rivas




Da gusto leer a este hombre. Tiene una prosa sugerente, limpia, poética, envolvente, con una buena dosis de fino humor, nostalgia, crítica e imaginación. ¿Quién da más? Su último libro es éste: Las voces bajas, las voces de los niños, las mujeres que hablan solas, los emigrantes, los muertos, los animales, los hombres que a pesar de tener vértigo se lo callan toda la vida porque su oficio de albañiles los delataría. Y, por encima de todo, las voces infantiles de Manuel y su hermana María, su mano derecha, en donde late todo lo que vendrá después: un escritor de raza, un poeta, un hombre comprometido con su pueblo y la sociedad que le ha tocado en suerte.
“Estábamos solos, María y yo, abrazados en el cuarto de baño. Fugitivos del terror, nos escondimos en aquella cámara oscura. Los días de tempestad se podía oír allí el bramido marino. Lo de hoy era el refunfuñar oxidado, asmático, de la cisterna... mi madre, Carmen, trabajaba de lechera. Vivíamos de alquiler en un bajo de la calle Marola, en el barrio coruñés de Monte alto. Hacía poco que mi padre había vuelto de América, donde trabajó en la construcción. Muchos años después, en la vejez, confesaría una flaqueza, él que no era muy dado a revelar su zona secreta: padecía vértigo. Toda la vida había tenido vértigo. Y gran parte de esa vida la pasó en las obras...” Así arranca el libro.
No es novela, o sí; es autobiografía, o no del todo, todo parece verdad y todo imaginación, porque está claro que una vez que pasa por las manos y la buena pluma de un escritor ya no sabemos dónde estamos: y ni falta que hace, porque lo que importa, en este caso, es el paisaje que se nos muestra en las décadas prodigiosas de los sesenta y setenta, mucho que ver con nuestra infancia y adolescencia, aquí en Valladolid, Cádiz o Teruel, casi-casi las mismas y de la misma manera vividas y, a la vez, casi-casi totalmente diferentes, porque el primer plano es Galicia y cada capítulo es una semblanza de los usos, costumbres, modos y maneras de ser, de los niños, los hombres y mujeres de aquellas tierras y todo cuanto sucedía en aquel tiempo y en aquel espacio, pero distinto de la historia, de la autobiografía, del ensayo... Es literatura y en ella cabe un poco de todo. Y como el mismo escritor nos confiesa que, aun no sabiendo lo que es la literatura, “sí que detectamos la boca de la literatura. Tiene la forma de un rumor. De un murmullo. Puede ser escandalosa, incontinente, enigmática, malhablada, balbuciente. Yo conocí muy pronto esa boca. En aquel momento era, ni más ni menos, la boda de mi madre hablando sola”.
En el capítulo cuarto, titulado: LA GUERRA, LA VACA Y EL PRIMER AVIÓN, cuando el lector prevé que le aguarda un capítulo más sobre la guerra, Manuel Rivas, da un quiebro original y magnífico y nos relata una experiencia vivida por uno de los abuelos, genial metáfora de la contienda, y no hará falta que diga más, porque ya está dicho todo y de la forma más bella y sugerente:
“Rompió a hablar y contó lo que le había pasado. En un camino en el bosque, el combate de dos abubillas. ¿Dos abubillas? ¡Vaya hombre! No era la cosa para tanto. Escucha. La verdad es que él había visto muchas peleas entre animales, el desafío de machos, hombres incluidos, pero nunca había sentido un malestar semejante. Las dos abubillas se picoteaban sin tregua, ensangrentadas, a muerte. El abuelo trató de asustarlas, pero no hacían caso de sus gritos ni de su bastón. Aquellas pequeñas aves habían convertido todo su cuerpo en un arma. Todo su ser en una pulsión de muerte. Y mi abuelo decidió alejarse del lugar del horror. Interpretó aquello como una derrota de la naturaleza entera. Él, que no era nada supersticioso, dijo: “Algo terrible va a pasar”.
El final del libro, a mí me lo parece, es un final genial. Termina contándonos a modo de homenaje, el final trágico de María, su hermana, que ha sido una especie de hilo conductor a lo largo del libro:
“Cuando se trataba de penas, María y yo compartíamos los secretos.
Tenía la piel muy blanca, con pecas de color del pan de maíz. Me gustaba su manera de ser. Y también su cuerpo. Su piel tan blanca. Sus pecas de cereal antes de secar del todo...
La noticia de su enfermedad llegó cuando yo estaba viviendo en Irlanda, con Isabel y los niños. Quien llamó fue mi hermana Chavela. Olía el destino. María estaba mal. La van a operar, pero parece que hay metástasis. Y la había. Era tarde ya...
En el mismo cuarto donde murió María, en Castro, murieron los dos, padre y madre, en un periodo breve de tiempo...
Sí, en aquella pequeña habitación había muerto antes María. En la fase terminal, pidió que la ayudasen a irse para no sufrir más. Como siempre, ella iba delante. Su mano ayudaba a ayudar. Esta vez no estaban los cabezudos en la ventana, sino el verdor introvertido del limonero que había crecido en el rudo suelo de tierra y escombro de la primera casa”.
Nada más que añadir, sino solo recomendar la lectura de este libro que se lee de un tirón, pero mejor dar un respiro tras cada capítulo, para que su lluvia fina, como la de la tierra en donde está escrito, penetre en nuestro suelo (abonado) de lectores que van leyendo y creando a la vez, que es cuando la lectura merece más la pena.

Nota no tan al margen: Hace días terminé de leer una gran novela sobre la crisis actual: En la orilla, de Rafael Chirbes. Si me encuentro inspirado y con ganas le dedicaré algunas líneas. También muy recomendable.

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