Lo menos que podemos pedir a cualquier escrito, largo o corto, no es
solo que nos entretenga, afine nuestra sensibilidad..., sino que nos zarandee,
ilumine la realidad caótica o tenebrosa, haga tambalear nuestras certezas y
seguridades y amplíe nuestras dudas para que nos sigamos preguntando. Y también
que nos obligue, casi sin darnos cuenta, a seguir el camino que el escritor ha
iniciado, todo escritor no hace sino abrir ventanas, ampliar el horizonte,
mostrarnos nuevos mundos, otros mundos que transitar y que, en la medida de que
lo hacemos, estamos empleando la creatividad que a todos nos asiste y acompaña.
Viene ello a cuento por haber leído con sumo placer uno de los últimos
artículos deliciosos de Elvira Lindo,
Algo
de qué alegrarse, en el que la escritora alaba la cocina de la abuela
en el fragor de la ola de la comida rápida, comida basura y comidas abundantes
de salsa que todo lo enmascaran y hacen que el solomillo sepa igual que el pollo,
lo que ya es delito. (El mismo día, domingo día 3 del mes en curso, leo otros
dos artículos de Rosa Montero y Maruja Torres y me pasa lo mismo, obligarme a
caminar en su misma dirección al inicio de su lectura para luego seguir mi
camino).
Y a lo que me ha transportado, sin ningún esfuerzo, es a la infancia, la verdadera patria del hombre, como escribió el
poeta de Praga, Rainer Maria Rilke, y ya sabes que, a
medida de ir creciendo en edad, sabiduría y civismo, vamos rompiendo barreras,
fronteras y nos vamos haciendo ciudadanos del mundo, que nos libera, para que
no nos suceda lo que a aquellos que aman tanto a la patria, su entelequia
mental, que son capaces de cargarse a todos los ciudadanos de su país, después
de haber amado a este hasta el delirio. Pero
esto no ha sido más que un paréntesis por haber traído a colación el asunto de
las patrias, porque es a la infancia a donde fui con Elvira Lindo y a donde me gustaría llevaros:
Al olor del primer café, en mis primerísimos años, que inundó la cocina
y toda la casa y se quedó ya para siempre conmigo;
al del pan recién salido del horno y de las manos expertas de mi madre
que no era panadera, pero que hacía las mejores tortas de la comarca y el mejor
pan blanco en los años del hambre y del racionamiento;
al del arroz con leche y su canela fina, en una fuente de familia
numerosa, que he aprendido a hacer de la misma forma y manera que lo hacía la
abuela y después mi madre y después mis hermanas y después mi santa;
al cocido de cada día, y cómo es posible que no nos cansáramos los casi
trescientos sesenta y cinco días del año y todos los años de la larga infancia,
y menos en tiempo de matanza en el que el acompañamiento se subía por las
paredes del gusto y el olfato antes de llegar a casa;
al del pollo de corral y la tortilla de patatas y las sopas de ajo a diario
y el chocolate con tostadas de manteca o aceite virgen los domingos y fiestas
de guardar y las torrijas de miel y canela, y el bollo maimón...
Después de dar una pasada, la escritora, por las últimas informaciones
de los grandes rotativos de Nueva York sobre las excelencias de la dieta
mediterránea, pasear por las calles de la ciudad de los rascacielos y percibir
el olor tan pobre en una ciudad tan rica, termina de esta forma tan magistral:
“Y es que en Nueva York se come bien. Sobre todo, en mi cocina”. Que como sabe
el lector es la cocina, a su vez, de Antonio
Muñoz Molina, y nos consta que la frecuenta.
2 comentarios:
Esta semana, otra vez, sentí el placer de un cocido de la abuela, de la abuela Maribel, sí, (tiene 4 nietos) y dije: ¿esto no es 4 estrellas Michelín? Yo mismo me respondí: ¡qué saben ellos!
Un abrazo con sabor de abuelo.
Y me preguntó: ¿por qué seguirán tan vivos los olores y sabores de la infancia?
Un abrazo con sabor de padre, abuelo.
Publicar un comentario