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Magnífico
libro de viajes, este que acabo de leer con verdadero deleite, El
camino del Duero, de Luis, J. González Platón, Editorial Ámbito, que
posiblemente sea su primer libro, pero que no necesita más méritos ni más obras
para demostrar que escribe maravillosamente bien, hombre culto, latinista, amante
de los sanos placeres, profesor de Instituto, pianista, fotógrafo y vecino de
Boecillo, al lado de Viana de Cega, mi residencia en verano, por lo que que me haré el
encontradizo con él, para pegar la hebra, como le gusta decir, sobre este libro
y lo que se tercie, porque también, como a él, a uno le hubiera gustado haber
tenido un montón de oficios más, pero ay, la vida es breve, amigo Luis.
Se agradece
que sea fiel a la promesa de no escribir una guía turística al uso, y salvo en
dos o tres ocasiones no se sube por las ramas de la erudición fría, dura y
aburrida, sino que, abiertos en pleno los sentidos, nos va dando noticia de
cuanto ve, oye, toca, huele y saborea por donde quiera que pasa y se adentra en
cada una de las exquisitas pastelerías y hornos de buen hacer para darle gusto
al goloso que lleva encima sin dejar ni un solo rincón, paisaje, calle o
puente, ni iglesia románica de los que da fe y noticia. Y no digamos de las
reflexiones en el camino río arriba hacia su origen, que como la vida misma
anima al viajero a darle vueltas sobre el camino, el río que en este caso no va
hacia el mar que sería el morir que nos dijera Jorge Manrique, sino hacia las
mismas fuentes donde nace en los Picos de Urbión, muy cerca de la Laguna Negra. Porque así lo decidió, a
mí me parece que de forma original y nueva, hacer el camino del Duero desde
Oporto, donde muere, hasta los Picos de Urbión, donde nace. Que por qué, pues
vedlo:
“El caminante puede ponerse en plan poético
para contestar que lo hace debido a que no quiere empezar con alegría de un nacimiento
y llegar, en una tarde hermosa en la que el sol ya se hunde en el Atlántico, a
Oporto en donde acabaría su viaje con las tristeza de tener que despedir al
río, a su río. No, no le gustan las despedidas, y ha pensado que, despidiéndose
justo en su nacimiento, va a ser más fácil decir adiós..., porque deja al Duero
en pañales y con toda una vida por delante. Pero se equivoca: todo adiós a
alguien ya sea persona o sea río, aun en un nacimiento, es algo triste y, como
aquel viajero que, tras mucho rehuirla, se encontró con que la muerte lo
esperaba en Samarcanda, así a él la tristeza de dejar su río lo esperaba
también en los Picos de Urbión”.
Abusa el
autor, de las palabras viajero, caminante o veredero, pero sobre todo de
viajero, con la que te encuentras en todas las páginas y hasta seis o siete
veces, en algunas, aunque quizá sea “peccata minuta”, como a él le gustaría
decir.
Un largo viaje,
¿veinte o veinticinco días de agosto y septiembre?, pero rico en experiencias,
como quería Kavafis, en su famoso poema, “verdadero
vademécum que todo viajero debe llevar consigo en su corazón” escribe el
autor, y al final, por encima de todo, feliz viaje, para él y para el lector,
ameno, divertido, lleno de historias, que ya anuncia en el prólogo sin importar
si son verdaderas o ficticias, porque juzga que “sería una grosería preguntarle si todo lo que cuenta es verdadero, al
igual que preguntar la edad a las damas”.
Cita con
frecuencia a Claudio Magris, autor del maravilloso Danubio, (“a quien tanto debe este humilde relato y a
quien tanto le gustaría parecerse al caminante” escribe), a Julio
Llamazares, cuantas veces son necesarias a Machado y son muchas, no en vano
lleva en la mochila sus Poesías completas, a Claudio
Rodríguez, a Luis de Camoens, a Miguel de Torga y a algunos otros.
Y buen
pensador, como a lo largo de todo este recorrido nos ha demostrado ser el
viajero, termina: “A partir de ahora, ya
va siguiendo otro río: el de la vida, ese gran río que nos lleva”.
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