viernes, 7 de mayo de 2010

DE CÓMO NO SE DEBE DECIR NUNCA QUE ESTAMOS CURADOS DEL TODO


Tenía alrededor de los 17, años de seminario y filosofía, y los curas, por aquella época ¡han pasado tantos años! que todo era posible en tiempos de nacionalcatolicismo, escasa libertad de expresión y entrar a saco en las conciencias infantiles y adolescentes, nos leían las cartas que escribíamos a la familia, casi exclusivamente, porque no íbamos a cartearnos con las novias de los amigos que habíamos dejado en el pueblo;

así que los muy c., si yo fuera Arturo Pérez Reverte, pondría todas las letras de la palabra, pero mi madre decía que cabrón, cojones, coñazo… eran palabrotas que no debían decirse, así que me acostumbré a ello y por eso me escuecen tanto en la boca, desde aquellos años en los que las palabras de los padres se quedan para siempre en el alma, grabadas a fuego;

pero se lo merecían, porque no hay derecho a entrar a saco y degüello, ya digo, en el alma de nadie, y más si es chiquita, o dar alguna de las palizas más sonoras que he visto en mi vida, pero a lo que voy, nos leían las cartas, y como lo sabíamos, no se nos ocurría hablar de palizas, de la mala y raquítica comida que día sí y día también nos llevábamos a nuestros cuerpos que crecían a lo sinsentido, a pesar de todo, y hablábamos del tiempo, de lo bien que lo pasábamos en el recreo, de alguna buena nota que caía en las asignaturas preferidas o en las que tocaba buen profesor;

y hete aquí, que un día, me llama a su despacho, nada menos que el rector, sin previo aviso de por dónde podría ir la reprimenda, cuando yo no tenía conciencia de haber hecha alguna pifia. Así que, mientras iba subiendo las escaleras camino del rectorado, se me iba bajando por las piernas una tembladera extraña poniendo en desequilibrio mi leve armazón de huesos: ¿da Vd. su permiso?, diría al abrir la puerta, pero rápidamente me tranquilicé al ver mi carta sobre la mesa, y como me la sabía de memoria, estaba seguro de no haber cometido ningún delito, pensé enseguida que el Sr. Rector desearía saber algo más de mi familia y sus avatares en el campo desagradecido de Tierra de Campos, difícil de domeñar.

Me equivoqué y pasó a darme una clase de ortografía, que a fuer de sincero, pensé que tan bien me la estaba dando que jamás se me olvidaría: se trataba del verbo rebelarse, sinónimo de sublevarse, oponer resistencia, que yo había escrito con v, bien distinto del verbo revelar, éste sí, con v, que significa descubrir o manifestar algún secreto o hacer visible la imagen tomada de una cámara llevándola al papel. No me regañó, me mandó escribir de nuevo la carta y que no se me olvidara nunca. Espero que no, debí de decirle, y seguro que le di las gracias, muchas gracias Sr. Rector.

Aquello no se me olvidó jamás, porque en cuanto salían al ruedo de mis escritos las palabras rebelarse o revelar, las toreaba como a dulces novillos, con maestría y cierto recochineo, recordando la lección espléndida del cura y sabio rector de mi adolescencia. Y he seguido así, tan obsesionado con la ortografía que aun cuando tomo notas en cuadernillos y hojas volanderas, cuido muy mucho los signos de puntuación, acentos y reglas ortográficas siguiendo en todo a la gramática.

Hasta que pasados más de cincuenta años, que ya son tacos, anoche, enviando correos por Internet, en qué estaría pensando, se me escapó revelarme, en lugar de rebelarme, y una de las buenas amigas que uno tiene en la vida y que está siempre al quite, a quien iba dirigido el correo, me contestó rápidamente sorprendida, porque no se lo podía creer, me conoce bien, poniéndome, en rojo, el lugar del delito. Debió de bajárseme, pendiente abajo y de forma rápida la autoestima, porque estuve a punto de tirarme de los pelos del cerebro y no se me ocurrió más que contestarle con un ¡qué horror!, primero, y después con aquello que aprendí tan bien en aquellos remotos años de latín y filosofías: aliquando dormitat Homero, ya, ya, pero la cagada, perdón, que diría mi madre, el borrón, que no cuesta nada hablar bien, había caído sobre la pantalla del ordenador, y me dije: No se debe decir nunca que estamos curados del todo. Porque, en verdad, en cualquier momento salta la liebre, en este caso, la liebre del despiste, del olvido, de la prisa o de los demonios que siempre andan sueltos haciendo de las suyas, llevándonos a cometer errores que nos duelen, aunque es bueno saber que éstos pueden ser excelentes maestros si sabemos aprender y gestionar sus profundas lecciones.

3 comentarios:

El pastor... dijo...

¡Je, je, je, je...! cómo se os nota a los que no aveis sido pastores. No saveis lo dificil que es llebar por el vuen camino a las decariadas obejas. Imajinaos las vurradas que, contra dios o sus santos podian escrivir a sus padre los malbados seminaristas. ¡Pues claro que tenían que controlar buestras cartas, no faltaria mas!

Y ya que el recuerdo de tu madre no te permite escrivir la palabra que abria dicho Arturo Pérez Reverte, boy ha completarla yo: lo que él abria dicho, porque entiendo un poco sus maneras de expresarse... ¡estos célibes! habria dicho estos célibes. Lo cual no hubiera dejado de ser una palavrota.

Vueno, espero que me digais que os parece mi forma de escrivir, al fin y al cavo a mi no me controlaron los curas, solo la madre naturaleza. Esta sí que me enseñó a decir y dar con mayúsculas... UN ABRAZO.

Rut dijo...

Me identifico totalmente contigo, Ángel,yo no tenía censura, pero un hermano de mi abuelo (el tito Manolo,) era escritor y cada vez que venía a casa yo, que me pasaba el tiempo inventando cuentos, iba como las locas a enseñarle lo que escribía.
Debía tener unos 10 años y esperé con impaciencia la aprobación en su cara; de repente, veo que hace una gesto como de dolor y levanta la mano diciendo "te voy a dar dos tortas" y ahí las vi yo, en mi cara, si no hubiese sido porque el tito era tartamudo y hasta que terminó la frase, me dio tiempo a correr y esconderme detrás de mi abuelo.
La cosa es que las dos tortas venían por una falta de ortográfía, que no recuerdo, pero cada vez que se me escapa alguna, el tito Manolo y su mala leche me vienen a la meoria y me hacen dar un brinco y rectificarla (también me arrancan una sonrisa, porque le quise mucho).
Mi venganza fue no leer nada suyo y por supuesto, no enseñarle nunca más un cuento mío.

Reconozco que hay algunas faltas de ortografía que me hieren profundamente,aunque más pensar en lo que puede sentirse cuando te cortan la libertad, la censuran, persiguen y lo peor, la castigan.


Hun havraco
(qué difícil escribir así, Sr.Pastor, otro abrazo para usted)

Xoán González dijo...

No dejes nunca de rebelarte ni de revelarte... maestro!