sábado, 26 de diciembre de 2009

HABLAR CON LA ESCOPETA CARGADA

Habría que empezar a hablar, siempre, después de haber contado diez (los de temperamento tranquilo, porque los coléricos de la rapidez del rayo, deberían contar cien) porque además de ser un arte que no todos acabamos de dominar conlleva una buena carga de responsabilidad y cuando las palabras están dichas, ya no dan marcha atrás.

Había un director de programa en las mañanas de una emisora, llamada a pacificar y a dar los buenos días como Dios manda, que se dedicaba, mañana sí y mañana también, a insultar a todo el mundo, menos a los suyos, y siempre, me dicen, estaba con la escopeta, que más parecía un kaláshnikov, cargada y recargada y que además por muy locutor que se preciaba ser, pocas muestras daba en el arte de saber hablar a derecho, de forma racional y ordenada y sin insultar. Me sobraba un minuto, si al azar conectaba, para escucharle y rápidamente cambiar de onda.

Existen políticos, hombres, y algunas mujeres también, que cada vez que abren la boca, observen bien, no hacen sino descalificar al adversario, como si se tratara del peor de los enemigos, insultar, no una, sino muchas veces, podría hacerse una ristra interminable y elocuente, y cuando les preguntan por lo suyo y los suyos, rápidamente miran para el tejado de enfrente, por el que nadie les pregunta y, con la escopeta bien cargada, disparan hasta asquear al público menos sensible, aburrirlo por el mismo discurso de siempre rayado e indecente, además de dejar el tejado hecho una porquería y lleno de excrementos.

Dejó de ser asesino, pervertido sexual y maltratador, Diego P.V., en cuatro días, para pasar a ser inocente. Era el padrastro de una hija de tres años a quien cuidaba y quería como un padre cuida y quiere a una hija. Y error tras error de los profesionales de la medicina y la seguridad dieron pábulo al populacho que siempre se enardece y vocifera, dispuesto a pedir la cadena perpetua, la pena de muerte o el corte a cuajo de los testículos, para pasar al linchamiento frío y detallado de muchos medios de comunicación sin el menor rubor y sin dejar clara y manifiesta la presunción de inocencia. Y tan bien han aprendido algunos la lección que, enseguida, después de haber conocido la magnitud de la metedura de pata, han comenzado a dirigir los insultos y sus escopetas cargadas contra médicos, policías y cuantos cometieron tan atroces errores y el ensañamiento de algunos medios no ha cesado después de haber quedado patente su inocencia. ¿Quién da más? Es la sangre que no cesa, el insulto a pedir de boca y la mala uva, por no decir la mala leche, contra todo lo que se menea sin preguntarse por qué se mueve.

Hay quienes se suben al púlpito o cogen el micrófono, como el obispo Martínez Camino, y, en lugar de catequizar a los que tienen delante, se ponen a despotricar, sobre lo divino y lo humano, más sobre lo humano y las células madre, tan humanas, creyéndose siempre que tienen hilo directo con el más allá y por mucho que digan “palabra de Dios” se les nota a leguas que hablan por su boca llena de moho y su mente estrecha en nada parecida al gran profeta Jesús de Nazaret, a quien dicen anunciar y me temo que haciéndole flaco favor, nada anuncian ni denuncian. Y uno, con un sentido crítico elemental, similar al tuyo, se pregunta si es correcto igualmente dirigirse al público para endosarle el mismo sermón sin cambiarle una tilde al que pronunció cincuenta años atrás, además de tener la escopeta cargada con excomuniones y maldiciones dirigidas a todos aquellos que van por la vida con otras opiniones diferentes, con menos carga de dogmas en la cabeza y una moral distinta: quién se atreve a decir que más digna o indigna, correcta o incorrecta, salvaje o angelical y, desde luego, si no tan ortodoxa, sí más coherente, flexible y adaptada a los signos de los tiempos como enseñó el Concilio Vaticano II.

Conclusiones a las que habría que llegar:
Primera: En la línea de lo que apuntaba al principio. Contar antes de hablar y respirar profundamente si se está ante un auditorio, para calmarse y relajarse.
Segunda: No improvisar cuando lo que se va a decir es importante, tener un esquema en la mente, al menos, y seguir los pasos de forma ordenada, no caótica, y terminar cuando se ha dicho lo que se quería decir sin darle vueltas a la perdiz hasta marearla.
Tercera: El público nunca es un campo de alcachofas como nos decían en clase de oratoria y que lo imagináramos así para que no nos desviaran del hilo conductor que se entendía que sería sagrado, sino personas de carne y hueso a quien mirar detenidamente para lograr una comunicación interactiva en un espacio cálido, respetuoso y crítico, el que nos hace más libres, humanos y más adultos.
Cuarta: El que habla debe saber que en sus manos y en su mente no está toda la verdad. Lo dijo mejor que nadie Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya guárdatela”. De lo contrario estamos al cabo de la calle.
Quinta: La escopeta, ni descargada. Es un arma cargada de metralla. Y ya puestos, será bueno recordar otros dos versos de Machado que vienen como anillo al dedo: “Camorrista, boxeador, / zúrratelas con el viento”. Y si eres blando invítalo a café a ver si se le pasa el ardor guerrero de matarife.
Y sexta… y séptima…, pero te las dejo a ti y después seguimos hablando.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sexta: ser un poco más humilde para no añadir al final "palabra de dios", porque nunca sabremos si Dios estaría, o no, de acuerdo con nuestras ocurrencias.
Séptima: espero que algun día aprendamos a erradicar esa palabra tan socorrida..."la verdad es que..." o sea que arrancamos, sin encomendarnos ni a Dios ni al diablo, con nuestra verdad por delante.
¡Y esta es la verdad!