sábado, 26 de enero de 2008

La carretera, de Cormac McCarthy

Estamos ya al final, sin casi aliento y seguimos con el mismo paisaje que no nos ha abandonado durante más de 200 páginas:
“A lo lejos largas hileras de coches carbonizados y herrumbrosos. Las llantas desnudas de las ruedas asentadas en un cieno gris de escombros derretidos, en negros círculos de alambre. Los cadáveres incinerados reducidos al tamaño de un niño y apoyados en los muelles vistos de los asientos. Diez mil sueños encerrados en el sepulcro de sus recocidos corazones. Siguieron adelante… Más allá un largo paso elevado de hormigón. Un pantano muerto. Árboles muertos surgiendo del agua gris con colgajos de un turba gris y residual”.
Éste es el paisaje, personaje central de esta novela que, después de leída no se olvidará fácilmente, porque es de la que te dejan tocado. Padre e hijo, recorren ese paisaje gris implacable, sin vida, sin más horizonte que la pura nada, con la presencia, muy de vez en cuando, de algunos vivientes más que recorren esa misma carretera a la búsqueda de algo que comer para poder sobrevivir. No hay nombres, porque hasta el nombre se ha perdido tras la catástrofe, posible guerra nuclear, que se ha llevado todo por delante, únicamente se ha salvado la relación entrañable de padre e hijo, que supone el pequeño milagro de esperanza y ternura en medio de tanta desolación y sobre todo la piedad y compasión de éste hacia los pocos personajes que pueblan el paisaje, mitad fantasmas, mitad mendigos, mitad ladrones, mitad alimañas. Y el seguir andando y andando siempre, por una carretera interminable, en busca del sur y de otra vida mejor.
El autor ha sido ganador del premio Pulitzer. Nada extraño porque la escritura encierra una fuerza implacable y un estilo depuradísimo.

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