Cómo no recordar algunos de los versos de aquel largo y magnífico poema “La Casa Encendida” de Luis Rosales:
“Has llegado a tu casa,
y, al entrar,
has sentido la extrañeza de tus pasos
que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras,
y encendiste la luz para volver a comprobar
que todas las cosas están exactamente colocadas...”
El poeta llegaba como un náufrago, nosotros no es que hayamos naufragado, más bien hemos quedado felizmente varados hasta que escampe el temporal del maldito virus, que está más vivo donde la población es mucho mayor y mayores las aglomeraciones, y volvamos a la verdadera normalidad para seguir navegando en otros mares.
Y encendida la chimenea, la tarde adquiere otro color, más íntimo, más vivo, mucho más cálido y si pones música de fondo y coges el libro que te traes entre manos, estos días, el paraíso se pone a tu merced y a tus pies. Esta vez, le tocaba el turno al famosísimo libro de Lampedusa “El gatopardo”, que aún tenía sin leer, qué corta es la vida para tanta lectura pendiente y cuánta pena de que cantidades ingentes se queden sin pasar por estos ojos, ya cansados, pero ávidos de llegar siempre a más. La prosa preciosista y sugerente de este libro se va quedando sin hacer ruido, pero penetrando con inmensa y exquisita elegancia que se agradece en tiempos donde esa virtud escasea un tanto, asistiendo al espectáculo agradecido de cómo el tiempo se ha detenido ante los acontecimientos del exterior. Las entrelíneas invitan como nunca al lector a seguir creando. Sirvan este párrafo:
“El señor sabe si la he querido. Nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora demasiado despótica y demasiado vieja también. Le había desaparecido el sentido de la debilidad. Todavía soy un hombre vigoroso y ¿Cómo puedo contentarme con una mujer que, en el lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción, no sabe decir otra cosa que ¡Jesús, María!? Cuando nos casamos, cuando ella tenía dieciséis años, todo esto me exaltaba, pero ahora... He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? Gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia-. ¿Es justo? ¡Os lo pregunto a todos vosotros! Y se dirigía al portal de la Catena-. ¡La pecadora es ella!”. La acción se sitúa a mediados del XIX.
Vuelvo al fuego y me dejo embriagar por uno de los misterios más hermosos de este mundo: contemplar cómo arden los leños en la paz y el fuego templado del hogar.
Nota no tan al margen: Hasta sus cimientos se sienten avergonzados y dolidos del ruido y furor de algunos líderes políticos y de la lectura de una sentencia firme y condenatoria, como la versión tramposa de algunos medios de comunicación. Avergonzada y dolida toda la casa.
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