Está claro que en todo tiempo y lugar la lectura es insustituible y necesaria, y podríamos señalar que el verano es propicio para las grandes obras de la literatura, las asignaturas pendientes, o meterse entre pecho espalda a algún autor de especial interés, y no solo, claro está, libros de puro entretenimiento y playa. Aún recuerdo un verano en el que me leí gran parte de la obra de nuestra Rosa Chacel, porque me había comprometido a hacerle una entrevista en el otoño de aquel mismo año. O cuando leí tres novelas, extraordinarias las tres, de Joyce Carol Oates, y Claudio Magris, y Stefan Zweig, o la relectura de Irène Némirovsky, o el verano pasado en el que me metí a fondo desde el principio al final, con El Quijote, ya era hora, y no por entregas y saltos. Pues bien, este verano le ha tocado a Ignacio Martínez de Pisón, a Margaret Atwood y a Alice Munro, llamada con acierto por su alta calidad literaria, “la Chejov canadiense”.
Quiero anotar, sin más, como muestra de la altura de esta escritora, premio Nobel de Literatura en el 2013, estos tres párrafos de su novela “La vida de las mujeres”, aunque ha destacado más por sus cuentos y relatos breves, como “El progreso del amor”, “Mi vida querida” o “Demasiada felicidad”:
- “¡Dios fue creado por el hombre! ¡No al revés! Dios fue una invención del hombre. El hombre en una fase de su desarrollo más infame y sanguinaria que la actual, o eso esperamos. El hombre creó a Dios a su imagen y semejanza. He discutido sobre ello con clérigos. Discutiré sobre ello con quien haga falta. Nunca he conocido a nadie que pueda darme argumentos en contra y ser coherente”. Así se expresa la madre de la protagonista de la novela.
- “Pero toda mi atención estaba concentrada en nuestras manos apoyadas en el respaldo de la silla. El movió un poco la suya. Yo moví la mía, volví a moverla. Hasta que las pieles se tocaron, ligera pero vívidamente, se apartaron, regresaron y permanecieron juntas, apretadas la una a la otra. Luego los meñiques se frotaron con delicadeza, el suyo se montó poco a poco sobre el mío. Un titubeo; mi mano se abrió ligeramente, su meñique me tocó el anular y el anular quedó capturado, y así sucesivamente hasta que, en fases tan formales como inevitables, con reticencia y certeza, su mano cubrió la mía. Entonces él la levantó del respaldo y la sostuvo entre las dos. Me invadió una gratitud angelical, como si realmente hubiera alcanzado otro nivel de existencia. Me parecía que no era necesario más reconocimiento, no era posible mas intimidad”. Esto es obra de orfebres, es difícil llegar tan lejos escribiendo con esa minuciosidad y dominio del lenguaje.
- “Después de esas sesiones junto al río volvía a casa y no podía conciliar el sueño, a veces hasta el amanecer, no por la tensión no liberada como cabría esperar, sino porque tenía que revivir, no podía soltar, los grandes dones que había recibido, esas maravillosas gratificaciones: labios en las muñecas, en el interior del codo, los hombros, los pechos, manos en la barriga, en los muslos, entre las piernas. Regalos. Muchos y variados besos, roces de la lengua, ruidos suplicantes y agradecidos. Audacia y revelación. La boca francamente cerrada alrededor del pezón parecía un voto de inocencia, de indefensión, no porque imitara la de un bebé sino porque no temía el absurdo. El sexo me parecía rendición, no de la mujer al hombre, sino de la persona a cuerpo, un acto de fe pura, la libertad en la humildad. Yacía inundada en esas implicaciones y descubrimientos, como alguien suspendido en agua cara, tibia e irresistiblemente en movimiento, toda a noche”• Si esto no es sublime literatura, que venga Dios y lo vea. El descubrimiento del sexo en la adolescencia en todo su esplendor y belleza.
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