martes, 25 de septiembre de 2018

EL PARAÍSO A LA VUELTA DE LA ESQUINA


Y digo bien, porque no se le ve a primera vista, nos ha parecido además algo imposible de divisar y alcanzar con nuestras propias fuerzas, algo que se perdió al inicio de los tiempos conforme a la leyenda bíblica, “el paraíso perdido”, a pesar de lo cual siempre ha estado ahí, al lado, en el interior de cada cual, a la vuelta de la esquina, diríase que rodeándonos, aunque no nos hayamos dado cuenta de su existencia, y hasta de su excelsitud, porque solemos despistarnos con harta frecuencia, doliéndonos de los males que nos aquejan y los infiernos que también están ahí, al lado, y no precisamente en lugares extraños y lejos de donde uno mismo mora. Pero nos importa doblar la esquina y toparnos de bruces con los paraísos que nos visitan a menudo, aunque no percibamos que están ahí. ¿Quién no podría hacer una larga lista con sus nombres bien precisos y hasta las circunstancias más pormenorizadas? Comenzaron a visitarnos en nuestros primeros años, cuando la niñez transitaba por todos los territorios del edén perdido y recobrado: aquellos que te hacían cerrar los ojos, bien apretados, para que se quedaran más tiempo, como cuando el padre te llevaba en sus hombros de gigante y los besos de la madre acudían sin falta todas las noches; tener delante una bandeja de pasteles y que te dejaran escoger; ir de la mano del hermano mayor el primer día que fuiste a la escuela; aquella tarde que aprendiste del todo a montar en bici y hacer los primeros pinitos, como atreverte a ir sin manos y notar cómo el sano orgullo te subía río arriba; cuando te dijo el maestro, bien, muy bien, y te puso un sobresaliente en una de las primeras redacciones que hacías, y no digamos el día que estrenamos zapatos. Y siguieron, aun en la edad de las turbulencias, porque es cuando descubriste el beso y todo cuanto se escondía en sus más ocultos rincones. En esos momentos te topaste con la grandeza de la amistad, el dulce sabor de la entrega y los pellizcos gozosos e innombrables de los primeros amores. Y vuelven, no importa que hayas cumplido los 40, los 62 y los 86, están ahí, no lo olvides, a la vuelta de la esquina, te decía, y me lo decía a mí mismo, que no creas que escribo solo para ti, hablo en voz alta y el eco me llega a mí primero. No son muy distintos de aquellos, quizá hayan variado en intensidad, disfrutas más de la calidad que de la cantidad, ¿cuándo se saborean más y mejor una copa de buen vino y unas lonchas de jamón ibérico, y una tarde de buena música y silencio, y un duermevela en paz soñando tiempos apetitosos, y un abrazo apretado y casi dolorido, y el pasarles prácticamente todo, sin quedarte más que con lo puesto, a quienes has querido más en toda tu vida, y saber seguir diciendo no, cuando debes hacerlo, sin temor a que te tachen de lo que no eres, como condena, negación y rechazo, y sí, porque en ese monosílabo va lo mejor de ti mismo, en cuanto celebración, entusiasmo y apuesta por los grandes valores desde que el ser humano se puso en pie? Tan larga es la lista, como inacabable, y tan intensa como cuanto de intensidad y grandeza ha habido en tu vida. Lo repito una vez más: a la vuelta de la esquina. “El cielo y el infierno están aquí y ahora. / Tan solo hay que aprender a distinguirlos”, leía yo estos versos de Raquel Lanseros, este verano, y los subrayé.
Nota no tan al margen: Esta joya nos dejó Irene Nemirovsky, en su novela “Suite francesa”: “En el corazón de cada hombre y de cada mujer pervive una especie de paraíso en el que la muerte y la guerra no existen, en el que los lobos y las ciervas juegan en paz. Solo hay que descubrirlo, solo hay que cerrar los ojos a todo lo demás”.

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