sábado, 28 de julio de 2018

LA MOSCA, EL CABALLO... SOY YO


Cuando leí “La mosca”, un poema de Raquel Lanseros se me vinieron a la memoria todos esos animales más cercanos al ser humano y hasta más admirados. Y si la poeta, después de hacer una descripción minuciosa de la mosca que “surca la somnolencia del final del verano / y explora, busca, indaga, curiosea, / revolotea vivaz, encauzada al sustento, / vuelve de escudriñar, tan otra y tan la misma /... Esa mosca que apenas vivió ayer ni alcanzará el otoño”, etc. etc., hasta dar con un final asombroso: “Esa mosca soy yo / Y mi mano es el tiempo”, puedo yo preguntarme: ¿Por qué no acercarme a algunos de esos animales y terminar identificándome con ellos?
Siempre he seguido a quienes han dicho que con cuatro o cinco palabras, nada más, sería suficiente para escribir la propia biografía de cada cual. Pues bien, una de esas palabras a la que acudo siempre, para mi particular biografía, es “caballo”, y la memoria me lleva a mis seis o siete años, no tendría más, cuando entró un caballo canijo de pocos meses y gracias a los cuidados infinitos de mi padre con él, igual que con las mulas de la labranza, por otra parte. Con él conviví toda mi infancia y parte de mi juventud y asistí sorprendido al cambio veloz de aquel potrejo escuchimizado convertido en todo un caballo admirado y admirable en su comportamiento como caballo de carrera y de tiro al carro. Manso, veloz, pura sangre, compañero fiel de las mulas, dejaría larga memoria en el recuerdo de toda la familia. Se le quería porque se hacía querer y admirar. Quizá sea mucho decir: Ese caballo soy yo y mi mano es el tiempo. Pero sí puedo decir abiertamente que ya quisiera ser como él en muchos aspectos y, después de muchos años, algo de él palpita en mí. Si en su día, pensando-pensando y divagando en verso, me identifiqué con un canto rodado humilde, que te encuentras, en cualquier camino y en algunas playas pedregosas, y me hice algunas preguntas trascendentales ¿cómo no querer identificarse con aquel caballo que bebía los vientos y tiraba del carro estirándose como si fuera una liebre corriendo delante de los galgos ladera arriba? Murió y dejó entrañable y grato recuerdo en nuestra memoria, el mismo recuerdo que me agradaría dejar en mi definitivo viaje.
En mis viejos papeles y cuadernos he encontrado este escrito: CABALLO, suele ser la palabra que, con mayor frecuencia, me viene a la memoria y es capaz de hacerme recrear toda mi infancia, paraíso perdido y, con tanta prisa, ay, olvidado. El caballo, que no sé por qué no tenía nombre, hizo feliz pareja con las mulas: todos ellos siguen vivos en los corrales y prados de mi memoria con la imagen cálida de las aguas limpias de los ricos manantiales y el forraje en sus puestos, a comienzos del verano. Aún me llega el olor a heno fresco recién cortado. Y a partir de la palabra y la imagen del caballo galopan los recuerdos de mis padres, mis hermanos, la casa, las tierras, las eras, los dulces veranos, los duros inviernos de heladas negras, la escasez y el racionamiento, el cocido diario, todos los días del año y todos los años de infancia y adolescencia... Se hizo viejo, al final hubo que sacrificarlo y, como era uno más de la familia, se le hizo el duelo obligado: hubo dolor en los mayores y llantos quejumbrosos en los pequeños. Pero el recuerdo es más fuerte que la muerte y aquel caballo sigue vivo en los rincones más mimados de la memoria, tanto cuando salía al campo, desbocado, para beberse los vientos, como cuando corría con él las cintas mi hermano o cazaba perdices mi padre. Por todo lo cual: larga vida en mi memoria. Sí, mucho de aquel caballo soy yo.

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