sábado, 19 de mayo de 2018

BRILLAR, DESLUMBRAR, ALUMBRAR


Hay veces que me apetece jugar con las palabras, hablarlas y dejarlas que me digan lo que llevan dentro, interpelarlas para que saquen su significado más puro que, con el paso del tiempo, han ido llenándose del polvo de los caminos y ya no brillan, ni deslumbran, ni alumbran como lo hicieron antes de ser manoseadas, mal gastadas y tan mal empleadas. Aunque ya de entrada, aun tratándose de sinónimos, encierran matices y puntos de vista muy diferentes.
Brillar es un don y ser brillante una cualidad, más valiosa en la medida en que ello haya sido fruto del esfuerzo y el trabajo en el día a día y a altas horas de la noche. Bien es verdad que cuando alguien brilla, sin más, hace engordar, nada más, su ego, por encima de los demás. Y ese brillo se me antoja opaco y turbio.
Deslumbrar es lo que hace el sol cuando intentas enfrentarte cara a cara y lo que encierra de beneficioso te resulta molesto y dañino, como dañino y repelente es quien eso pretende a su alrededor, brillar más que los demás, deslumbrar, sacando títulos, méritos y másteres a relucir y restregándolos ante quienes pasan por su puerta, sacando pecho y hasta las males artes, propio de gentes dadas a llenarse de medallas de forma poco diáfana y decente. Ya sabes.
A diferencia de alumbrar, qué verbo más abierto, solidario y altruista, con alma, enjundia y buenas hierbas, que me habla, nos habla, de llevar la candela bien dispuesta para que tengan luz los de la casa, tú mismo, y quien contigo va haciendo el mismo camino. No importa tanto brillar, para uno solamente, mucho menos deslumbrar, que ya hemos dicho que hace daño, como mostrar, iluminar, dar luz a las sombras, crear espacios aptos para la transparencia, la búsqueda de la verdad, al lado del otro, “y ven conmigo a buscarla” -no te olvides-, en compañía, desde el abrazo, dando y recibiendo luz y calor, cobijo y calidez. “El gozo intelectual se cultiva en campos llenos de sombras, no en campos cegados por la luz”, escribió Jorge Wagensberg.
Viene todo ello, al hilo de haber leído un acertado título: “El regreso de la filosofía-sonajero”, que da pie a un buen trabajo, como todo los suyos, del filósofo Manuel Cruz, que comienza haciendo referencia a la anécdota, tan conocida, en la que Juan Marsé calificaba la prosa de Francisco Umbral como literatura-sonajero, algo de ello tenía, aunque algunas páginas y artículos fueran tan brillantes y hasta deslumbrantes, a mí me gusta decir que en vida recibió los mayores elogios y todo el mundo le citaba, cosa que hoy no veo que nadie lo haga. ¿Por qué será? ¿Porque había más ruido florido que contenido hondo? Pudiera. ¡Y cuidado que me gustaban las columnas de su primera época!
Pero volvamos por los fueros por donde empecé para citar el final del artículo de Manuel Cruz que termina así:
“Lo único que de verdad arroja luz sobre el mundo es una idea potente. A ser posible, dentro de una argumentación articulada. Así de simple”, así termina el catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona, y así de potente.
Una luz que no hace falta que sea brillante, menos aún deslumbrante, sino que ilumine con fuerza en medio del ruido y las sombras, la ignorancia y la superficialidad y que por fortuna podemos dar con ella si estamos atentos a cuanto pasa por nuestra puerta.

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