lunes, 5 de diciembre de 2016

MADUREZ, DIVINO TESORO



Así me gustaría mi vida, así me ha gustado siempre: estar rodeado de gente joven. Y he tenido suerte, porque si es verdad que estoy presto a escuchar la palabra sabia de los más viejos de la tribu, no es menos verdad que a lo largo de mi ya larga vida me he rodeado de gente mucho más joven que yo. Y estoy satisfecho de cómo me ha ido.
Hay belleza en el árbol añoso y viejo y mucha en esos frondosos y juveniles. Dos estaciones tan dispares y tan bien avenidas, el colmo de los colmos, pareciera, de una perfecta amistad, de una admirable simbiosis, dándose sombra, transmitiéndose sabiduría y buenos modos, descomponiendo la luz y las sombras para lograr el estallido de los colores, el juego de las sombras con la luz tibia de la tarde o la recién nacida del amanecer.
En mis años de trabajo con las personas mayores usé con abundancia la frase de Eugenio D`ors, en escritos y charlas al uso, que contrarresta y mejora -me atrevía a decir- a la famosísima y desgastada: “juventud, divino tesoro” de Rubén Darío, que tiene su aquél, siempre será hermosa, qué duda cabe, y nadie que haya pasado con creces aquellos años no se ha quedado sin pronunciar con aires de nostalgia. Pero dejadme, una vez más, quedar al resguardo del título de estas líneas que debemos al escritor catalán, impulsor del Novecentismo, porque encierra más verdad, más densidad, más plenitud. A cada uno lo suyo, ya le llegarán a la juventud esas virtudes, a base, ay, de irla abandonando. Todo junto ¡qué difícil de sobrellevar, qué difícil de hermanar! Lo que no quiere decir, sino todo lo contrario, que la riqueza mayor está en lograr una convivencia generacional en donde se interrelacionen los valores de ambas orillas.
Debe estar orgulloso ese árbol centenario con la compañía de esa hermosura de telón de fondo juvenil y altivo y deben estarlo asimismo todos ellos del saber ser un árbol de cuerpo entero y seguir erguido, que bien pudiera ser su abuelo venerable y a la vez amigo.

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