miércoles, 21 de septiembre de 2016

LA GRANDEZA DE LOS PERDEDORES



La tendencia, a primera vista y de todo el mundo, es salir a ganar, y es precisamente ahí donde está el error, porque el objetivo no es ganar a todas luces y poder cantar, hinchados de orgullo el “campeones, oé, oé, oé”, mirando desde muy arriba con aires de desprecio a los derrotados. Nos lo dijeron bien claro que el objetivo era y es participar y en cualquier caso saber ganar y saber perder, que es en donde se halla gran parte de la aventura del vivir.
Pero es que hay más si al fondo del asunto queremos ir encaminados, como por ejemplo que es en la pérdida donde hay mayor ganancia. El que pierde, si lo sabe hacer, suele ganar infinitamente más que el que gana, aunque cueste entenderlo, porque pareciera que todos tenemos un aire en las meninges de triunfo y ganadores que corta y hasta aniquila todas las entenderas.
Los triunfos enarbolan y engolan el ego hasta los dominios de la estupidez malsana. En la entraña de la ganancia es donde la mirada es más corta y chata y en los fondos de la derrota germina la humildad que es la mayor de las grandezas del ser humano, por mucho desprestigio de esta virtud de enorme fortaleza. Sigo al pie de la letra y del espíritu a Manuel Rivas, uno de los grandes escritores dentro de su sencillez y de andar en zapatillas por la vida literaria, que ha llegado a escribir en un estupendo artículo: “El arte de fracasar mejor” esto tan desconcertante en apariencia y me parece tan profundo si se ahonda: “Lo mejor de la humanidad, el hábitat germinal del saber, es el fracaso”, apoyando su tesis en el gran Samuel Beckett, que según él siempre iba más lejos y formuló la tesis de manera más desafiante y provocadora: “Hay que fracasar mejor”. Que en estos tiempos de euforia cósmica del deporte y de angustia y hastío en la política habría que gritarles al oído: No intenten siempre ganar, sino jugar, ni gobernar queriendo aplastar y demonizar, sino fracasar mejor, para desde el fondo de esas profundidades salir regenerado, de una vez por todas, con deseos de abrazar, aunar, pactar, llegar a acuerdos, hacer buen juego y mejor espectáculo y que el espectador disfrute de las grandes jugadas las haga el nuestro o el de más allá, y que el ciudadano se sienta respaldado porque quien le representa gobierna, gestiona y no se lleva no solo un céntimo, que no le pertenece, sino que se honra de ser el más decente y lo demuestra para ejemplo de sí mismo y de sus representados. ¡Ay, qué lejos está esto, santo cielo!
Quien pierde, si sabe hacerlo -y soy consciente de que este lenguaje es harto difícil en nuestro mundo de pacotilla y vencedores con bocina y toscos modales- aprende muchas más lecciones de vida, que a la larga es lo que importa, infinitamente más. Tanto como que la vida, es lucha y coraje, mirar en horizontalidad a todos por mucho que estén o disimulen estar arriba, que la vida buena está más cerca del abrazo que de la zancadilla, y de la derrota más que del triunfo y la áspera competencia.
El poeta, por otra parte y otra lectura, habló de los dos grandes impostores, ¿lo recuerdas?: “Si tropiezas al Triunfo, si llega tu Derrota, / y a los dos impostores tratas de igual forma”.
Pero quien pierde tiene la posibilidad de comenzar de nuevo, resistiendo, caminando, aprendiendo, subiendo la montaña contra los vientos y las mareas, virtudes que engrandecen y son dignas del mayor de los aplausos. Habría que soñar, por lo tanto, ¿es tanto? en un mundo, al menos, de menos ganadores y perdedores, y en el caso de serlo que los unos no aplasten y pisoteen con sus himnos y signos horteras y que los otros no quieran asesinar su alegría de vivir que está por encima de toda ganancia y cualquier pérdida.

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