martes, 9 de agosto de 2016

SOMBRA... Y SOMBRAS


Va de experimento:
Estás en blanco, pero quisieras escribir algo, o pensar, y recuerdas el consejo que tantas veces he dado en el taller de escritura a mi buena gente: “elegid cualquier palabra y dejad que la mano avance por el papel o los dedos en el teclado” y el milagro siempre aparece, sin pensar para nada que lo que salga deberá ser extraordinario. No hace falta. La historia de la literatura está llena de páginas sublimes y páginas hasta mediocres; las más, muy dignas. Pues ya es bastante.
Algo así:
Sombra, en este mañana de verano con un sol sin piedad, para mí que siempre he dicho que lo mejor del sol es la sombra, me subyuga además de atraerme como a las mariposas la luz que las vuelve locas.
Y ¿cómo no acordarme, cuando niño, de la siega, en aquellos veranos atroces de Tierra de Campos? Se comía allí y era inútil buscar una sombra a muchos kilómetros a la redonda. Ya sabéis que en mi pueblo había un árbol “El árbol solitario” y la autovía se lo llevó por delante. Mi padre levantaba el tablero de la máquina de segar y allí, en poco más de un metro de sombra, comíamos y dormíamos la breve siesta que no era siesta ni era nada porque las moscas se encargaban de romper todos los sueños más el sudor pegajoso cuello abajo. Las mulas dejaban de comer, bastante tenían con mantener el tipo, la mirada perdida y apagada, y soportar a los airados y pesados moscardones. Todo ello, a pesar de que la mecanización del campo había dejado atrás el trabajo infernal de los segadores a mano. Habría que esperar unos años más para dar con las cosechadoras que lo hacen todo y aquellos largos e interminables veranos de fuego quedaran convertidos en cuatro días y tres noches. ¡Cómo aguantaba aquella gente! Por la noche a acarrear y por el día la trilla en su locura de vueltas y revueltas alrededor del mismo sol hasta convertir la mies en polvo, robando al día y a la noche pequeños momentos de sueño.
Y está tu sombra en la noche cuando te has quedado solo en alguna calle estrecha, solitaria y poco iluminada y te has creído que alguien seguía tus pasos, hasta que descubres que era tu propia sombra.
O las sombras de aquella noche que me llevaba a hombros mi padre, no tendría más de tres o cuatro años, lo conté ya una vez en otro contexto, y pasamos por la calle de un vecino que había muerto el día anterior. Yo no veía más que sombras demasiado siniestras que me acercaban al muerto, menos mal que los hombros de gigante sobre los que iba montado ahuyentaban todos los miedos.
Las sombras que sirvieron para escribir relatos de terror en mis talleres, que no eran más que una foto tan cachonda como genial de mi amigo Enrique Salas por el paseo marítimo de la Playa de San Juan, él y yo, mano a mano y sin pistolas en pleno día.
Las sombras en el libro “Memorias del estanque” de Antonio Colina, que leo estos días:
“Me abismo en la hondura. Recuerdo la primera vez que supe de la Sombra. Fue en aquella casa primera, grande y destartalada. En la alcoba había unas cortinas que de noche temblaban sin motivo y en las que yo veía, medroso, figuras imprecisas e indescriptibles”.
Y ya para terminar este experimento: ¿Qué será que la buena gente tiene muy buena sombra y la mala, por tener, hasta tiene mala sombra? Un tema que daría de sí para llenar algunas páginas de análisis sabroso.
La sombra... y las sombras nos acompañan como buenos camaradas a lo largo de nuestras vidas y forman parte de ellas, ¿o no estamos hechos y conformados de luces y de sombras?
Ya lo ves, tiras de una palabra y comienza a salir el ovillo entero que está escondido en cada una de ellas. Toda una biografía. ¿Te atreverás a hacer la prueba?, ¿o ya lo has hecho un montón de veces? Una palabra, que se convierte en una breve oración, que se alarga en un largo párrafo, que da con un discurso bien amueblado, y acaso termina siendo un relato original... fluyendo como el agua mansa de un río en la llanura.
La sombra...

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