Va de experimento:
Estás en blanco,
pero quisieras escribir algo, o pensar, y recuerdas el consejo que
tantas veces he dado en el taller de escritura a mi buena gente:
“elegid cualquier palabra y dejad que la mano avance por el papel o los
dedos en el teclado” y el milagro siempre aparece, sin pensar para nada
que lo que salga deberá ser extraordinario. No hace falta. La historia
de la literatura está llena de páginas sublimes y páginas hasta
mediocres; las más, muy dignas. Pues ya es bastante.
Algo así:
Sombra, en este mañana de verano con un sol sin piedad, para mí que
siempre he dicho que lo mejor del sol es la sombra, me subyuga además de
atraerme como a las mariposas la luz que las vuelve locas.
Y ¿cómo
no acordarme, cuando niño, de la siega, en aquellos veranos atroces de
Tierra de Campos? Se comía allí y era inútil buscar una sombra a muchos
kilómetros a la redonda. Ya sabéis que en mi pueblo había un árbol “El
árbol solitario” y la autovía se lo llevó por delante. Mi padre
levantaba el tablero de la máquina de segar y allí, en poco más de un
metro de sombra, comíamos y dormíamos la breve siesta que no era siesta
ni era nada porque las moscas se encargaban de romper todos los sueños
más el sudor pegajoso cuello abajo. Las mulas dejaban de comer, bastante
tenían con mantener el tipo, la mirada perdida y apagada, y soportar a
los airados y pesados moscardones. Todo ello, a pesar de que la
mecanización del campo había dejado atrás el trabajo infernal de los
segadores a mano. Habría que esperar unos años más para dar con las
cosechadoras que lo hacen todo y aquellos largos e interminables veranos
de fuego quedaran convertidos en cuatro días y tres noches. ¡Cómo
aguantaba aquella gente! Por la noche a acarrear y por el día la trilla
en su locura de vueltas y revueltas alrededor del mismo sol hasta
convertir la mies en polvo, robando al día y a la noche pequeños
momentos de sueño.
Y está tu sombra en la noche cuando te has
quedado solo en alguna calle estrecha, solitaria y poco iluminada y te
has creído que alguien seguía tus pasos, hasta que descubres que era tu
propia sombra.
O las sombras de aquella noche que me llevaba a
hombros mi padre, no tendría más de tres o cuatro años, lo conté ya una
vez en otro contexto, y pasamos por la calle de un vecino que había
muerto el día anterior. Yo no veía más que sombras demasiado siniestras
que me acercaban al muerto, menos mal que los hombros de gigante sobre
los que iba montado ahuyentaban todos los miedos.
Las sombras que
sirvieron para escribir relatos de terror en mis talleres, que no eran
más que una foto tan cachonda como genial de mi amigo Enrique Salas por
el paseo marítimo de la Playa de San Juan, él y yo, mano a mano y sin
pistolas en pleno día.
Las sombras en el libro “Memorias del estanque” de Antonio Colina, que leo estos días:
“Me abismo en la hondura. Recuerdo la primera vez que supe de la
Sombra. Fue en aquella casa primera, grande y destartalada. En la alcoba
había unas cortinas que de noche temblaban sin motivo y en las que yo
veía, medroso, figuras imprecisas e indescriptibles”.
Y ya para
terminar este experimento: ¿Qué será que la buena gente tiene muy buena
sombra y la mala, por tener, hasta tiene mala sombra? Un tema que daría
de sí para llenar algunas páginas de análisis sabroso.
La sombra... y
las sombras nos acompañan como buenos camaradas a lo largo de nuestras
vidas y forman parte de ellas, ¿o no estamos hechos y conformados de
luces y de sombras?
Ya lo ves, tiras de una palabra y comienza a
salir el ovillo entero que está escondido en cada una de ellas. Toda una
biografía. ¿Te atreverás a hacer la prueba?, ¿o ya lo has hecho un
montón de veces? Una palabra, que se convierte en una breve oración,
que se alarga en un largo párrafo, que da con un discurso bien
amueblado, y acaso termina siendo un relato original... fluyendo como el
agua mansa de un río en la llanura.
La sombra...
martes, 9 de agosto de 2016
SOMBRA... Y SOMBRAS
Publicado por ÁNGEL DE CASTRO GUTIÉRREZ en 1:45
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