martes, 10 de mayo de 2016

UN CALLEJÓN CON POCAS SALIDAS




Desde hace años la pirámide de la población se invierte: nacen menos niños, los viejos cada día son más viejos y alargan su vida, pasando incluso la barrera de los cien y se dice que a medio plazo podríamos llegar a los ciento cincuenta.
“Durante mis años fértiles, he tenido todo el tiempo del mundo para tener hijos. Tuve dos relaciones estables, una de ellas desembocó en un matrimonio que aún continúa. Mi salud era perfecta. Podría habérmelo permitido desde el punto de vista económico. Simplemente, nunca los he querido”. Así se expresa la autora, Lionel Shriver en su libro “Tenemos que hablar de Kevin”. Hoy este testimonio ya no resulta algo excepcional y extraño. Hay razones personales, familiares, económicas, culturales, demográficas... y no seré yo quien aliente a las parejas jóvenes a procrear, cuando o no quieren, es una opción, o su vida es tan precaria que dependen de un sueldo miserable, de unos padres o unos abuelos a una edad que a cualquiera le da vergüenza ser dependiente, pero primero es comer, algo que salta por encima de todas las vergüenzas. Con lo que la base de la pirámide languidece y el futuro se divisa cada vez más oscuro y preocupante. De todas formas estamos, por fortuna, lejos del pensamiento del sabio Platón quien escribió que si el útero “permanece sin producir fruto, se irrita y se encoleriza; anda errante por todo el cuerpo, obstruye la respiración y termina engendrando mil enfermedades”, y de Balzac que lo resumió de esta manera tan increíble: “una mujer sin hijos es una monstruosidad”. Por fortuna, insisto, los tiempos han cambiado y con ellos nuestro pensar y sentir.

Por otro lado, desde la parte alta de la pirámide se ve cómo la imagen se amplía, quiere decir que la sociedad envejece a ritmo acelerado y las respuestas que se dan no suelen ser eficaces. Una pirámide invertida no es lo más natural y, aun cuando todos hemos celebrado la prolongación de la edad, como un regalo de los dioses o del progreso, digamos quizá mejor, cómo no preocuparse y hasta angustiarse al ver esos años de más con una calidad de vida que no es tal y nadie da un duro por alargar su vida cuando ésta no engloba la dignidad de ser vivida. No deja de ser preocupante ver tambalearse una pirámide que ya no se sostiene.
Yo, como el que más, he celebrado la entrada en la jubilación como uno de los acontecimientos más extraordinarios tras la vida activa y hasta me he rebelado contra ese concepto de clases pasivas, como si la jubilación no pudiera conllevar un estupendo y envidiable activismo, más humano, más flexible y acaso más enriquecedor tanto para al individuo como para el grupo social. Pero voy viendo a mi alrededor que, pasada esa fase feliz de luna de miel, al entrar en la fase final, que para unos es la década de los ochenta, para los más la de los noventa y no digamos aquellos que pasan de los cien y, tanto a ellos mismos les asusta alargar de ese modo la vida como a los espectadores que en ningún modo quisieran pasar ese trance. No es la muerte lo que más miedo da, sino la vida en condiciones poco deseables.
Sí, un callejón con pocas salidas.
Como ves, un tema para no despachar en un breve artículo ni en una charla rápida tomando un café o unas copas. Porque se trata de un tema serio, complejo y nada fácil para una solución justa y correcta. Hoy mi visión quizá haya sido demasiado pesimista lo que no obsta para que tú apuntes otra más luminosa.
Nota no tan al margen: Por eso habría que dar la bienvenida al artículo titulado, precisamente, “Bienvenidos sean los refugiados” de Guillermo de la Dehesa, en el que declara y argumenta con muchos datos y cifras que los países europeos no tienen futuro sin una creciente inmigración de países pobres o emergentes. Y España a la cabeza. Increíble, pero cierto: los pobres salvando a los que más tienen, pero que se han quedado -nos hemos quedado- sin futuro.

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