martes, 5 de abril de 2016

EL ARTE DE DESPRENDERSE DE LAS COSAS




En la vida de cada cual, antes o después, va llegando el momento en el que uno quiere ir desprendiéndose de las cosas de las que estamos rodeados, tanto-tanto que ya no hay sitio en las paredes, armarios, rincones y estanterías. Y mejor que vaya llegando, porque de lo contrario se entra en una enfermedad grave que lleva el nombre de codicia sin límites. ¿No ves en el mundo actual cómo muchos enferman amasando dinero: 40, 200, 1000 millones de euros, que dan para decenas y cientos de generaciones? ¿Qué objeto tiene ese afán? ¿Quiere alguien explicármelo? Porque yo no llego, la verdad.
Sé que estamos sentimental y racionalmente ligados a mucho de lo que ha conformado nuestra biografía, pequeñas cosas de la vida cotidiana: casas, cuadros, cerámicas, libros, videos, CDs... que nos han marcado, y que a través de todo ello podríamos visionar la película que llevamos en nuestros adentros. Y como uno va cumpliendo ya muchos años, con frecuencia se va haciendo a la idea de que en un suspiro todo esto de nada servirá, por lo que poco sentido tendrá haber acumulado tanto con tanta ansiedad y desvarío.
Hace días escribía el escritor catalán, Eduardo Mendoza, sobre este asunto, centrándolo en su biblioteca, un artículo muy acertado y luminoso. En el que decía que él tiene la costumbre, sanísima, añadiría yo, de deshacerse de los libros que ha leído y de los que no ha leído si ve que tienen mal pronóstico, y que si en algún momento necesitara alguno de ellos prefiere volverlo a comprar y leerlo de nuevo con el papel blanco, bien encuadernado, sin una mota de polvo, como si de la primera vez se tratara, y si no puede ser: “siempre me quedaría la solución de encogerme de hombros y pasar a otra cosa. La vida está llena de frustraciones y renuncias y no poder releer un libro, habiendo tantos, no es gran tormento”.
Bonita e inteligente lección. Y ello refiriéndose a los libros, que si lo ampliamos a todos cuantos cachivaches vamos almacenando, ya me dirán, incluido el dinero, que quizá sea el elemento más perturbador en cuanto se pasa del necesario para vivir con cierta dignidad. Más de lo necesario, abrasa, lo pudre casi todo, perjudica gravemente a la salud y rompe con frecuencia las relaciones más sagradas, pero cuando existen desigualdades hirientes resulta más descorazonador y escandaloso la avaricia y el fraude fiscal de las mayores fortunas.
Nota no tan al margen: Hablando del desprendimiento, cómo no referirse a la noticia de estos días sobre los Papeles de Panamá: esa filtración de más de 11 millones de documentos que revela la implicación de políticos, empresarios y personalidades de todo el mundo en empresas opacas para librarse del fisco, y ya sabes que muchos de entre ellos van de patriotas y servidores de lo público, para más inri. ¿En qué mundo vivimos? Los que más tienen lo ocultan para evadir impuestos y no cumplir con una elemental responsabilidad de ciudadanía, mientras la crisis va dejando una sociedad sucia y sin alma. “Hacienda y la Audiencia Nacional verán si los papeles revelan delitos”, leemos. Veremos.
Urge apuntarse a clases donde nos enseñen el arte de desprenderse de las cosas.

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