jueves, 16 de julio de 2015

EL LENGUAJE DE LA CASA Y DE LAS COSAS I


Si el canto rodado que cogemos al azar no nos dice nada no es culpa suya, es nuestra. Sólo hace falta contemplarlo detenidamente, mimarlo acariciándolo, y trasmitirle calor que él nos devuelve; podemos hacernos contemplándolo las más grandes preguntas que siempre se ha hecho el hombre: ¿dé donde viene, a dónde va, cuál será su final?; con ello nos ponemos a su altura, porque ¿por qué más arriba?; en cuanto hemos entablado esta mínima relación ya no es igual que los otros millones y billones de cantos, porque éste de alguna forma nos pertenece y le pertenecemos; no sabemos su origen, pero lo que sí sabemos es que seguirá estando cuando nosotros nos hayamos convertido en polvo, humo, sombra y nada...
Y si una piedra humilde y pequeña puede decirnos tanto ¿cómo no van a tener lenguaje la casa y todas las cosas que en ella habitan en calidad de objetos de compañía si tan pegados están a nuestra piel que ya son parte consustancial de nuestra vidas? Vamos, pues, a escuchar en su silencio sonoro su lenguaje a cuatro y más voces:

La casa. Está aquí, siempre conmigo, me sostiene, me hace compañía, la habito, viajo por ella y me muevo como pez en el agua, cada rincón para cada momento y para cada actividad, me acoge, me susurra como el viento a los árboles del bosque, no puedo imaginarme sin ella, cuando estoy lejos quiero estar en ella, la echo de menos, cabalga con fuerza veloz a mi memoria y cuando llego de cualquier viaje me reconcilio enseguida: como en casa en ninguna parte, susurro a las paredes con el verso de Jorge Guillén, abro las ventanas y diviso el mejor de los mundos posibles, me siento seguro, dueño de la calle, el barrio, el cielo que me toca en suerte, la vida que corre debajo de mi tercer piso.
La casa es cobijo y seguridad y descanso y lugar de trabajo y templo vivo, lugar mucho más sagrado que los templos al uso porque en ella habitan los hijos de los dioses. Por eso mismo es tan grave, cruel, inhumano y blasfemo todo desahucio. ¿Te imaginas que un día sufrieras un desahucio y no tuvieras dónde ir? Pues sigue imaginándolo y actúa en consecuencia. Actuemos en consecuencia.
La casa, mi casa, mi patrimonio, mi mejor herencia, la herencia que pasaré a mis hijas para que se sigan sosteniendo mutuamente, puedan habitarla dejándose habitar por ella al mismo tiempo, amándola dejándose mimar por el calor de cada rincón que aún habla de mí, habla de todos nosotros. Ah, se me olvidaba, cuando llegan mis hijas la casa se enciende, como la Casa encendida de Luis Rosales, y cuando se van siempre queda encendida una larga temporada su luz.

Los libros. Están callados, no sé si vigilando mis pasos o esperando más bien una mano amorosa que les saque del polvo del olvido. Muchos mueren abandonados para siempre, muchos, otros tienen más suerte porque con frecuencia los saco a pasear y su silencio, desde la hartura de su mudez obligada, retumba en mis oídos. Me hablan y me siguen inspirando y alargan mi discurso que se va quedando sin palabras y logran que mis ríos se ensanchen en amplias avenidas-mares de corrientes profundas. Me detengo en el lomo de algunos y dejo que mi memoria repase los mejores momentos, lo que aprendí con ellos y sus buenos aires airean lo mejor de mis adentros que hacen rebrotar con ellos lo más granado de sus páginas. ¿Qué sería sin ellos? ¿Qué hubiera sido sin su compañía, sin sus enseñanzas, sin sus ventanas abiertas para poder viajar, ser, ser más, ser más con los otros? Y éstos sí que hablan, sí que cantan¸ sí que gritan a los cuatro vientos, y con sólo mirarlos, desde su mudez, me siguen aupando y dándome alas. Gracias, amigos fieles.

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