LECCIONES Y ANTILECCIONES DE INFANCIA XXXIV
“No se debe maltratar, ni siquiera a un animal, de esa forma tan salvaje”.
Don Julián Zurro, mi primer maestro
Época de palo y tentetieso: afortunadamente, en mi casa, jamás se
utilizó el castigo físico, ni siquiera el simple y leve cachete o
sopla-mocos, pero las correas en las casas de algunos amigos estaban
visiblemente colocadas y a la orden del día, como la vara de avellano o de mimbre que usaba el maestro para dar leña a discreción en las tiernas nalgas infantiles.
En aquella infancia de la década de los cuarenta y los cincuenta del
siglo pasado, hay dos escenas de crueldad máxima que aún recorren mi
piel y hacen temblar mi alma:
1
El solo anuncio
entre lección y lección, ya de mañana, nos puso más contentos que unas
castañuelas. “Esta tarde nos vamos de excursión a la pradera de la
ermita”, nos dijo el maestro.
Había poco más de un kilómetro, pero
la distancia también es relativa, y un kilómetro, a los ocho años, no
deja de ser una distancia kilométrica. Jugamos como siempre, corrimos
como potros salvajes por los prados, nos tendíamos sobre la hierba en lo
más alto de la pradera y rodábamos, pendiente abajo, como rodillos sin
control. Ganaba quien llegara antes al llano.
Al volver por otro
camino diferente, presenciamos una de las escenas más violentas que
jamás haya visto en mi larga vida. Atada a la rueda del carro, un
hombre, debía de ser quincallero de los que iban y venían por los
pueblos, le daba, en la cabeza, una paliza tan bestial, y sangraba con
tanta abundancia, que me hizo recordar la matanza de los cerdos. El
maestro nos dijo que aligeráramos el paso y que no miráramos hacia
atrás, pero yo miré, como la esposa de Lot, y pude ver a una mujer
temblando y a un niño que lloraba con mucha fuerza.
Al acostarme no
hacía más que dar vueltas en la cama, aunque al final me dormí pensando
en lo que nos dijo don Julián, el maestro, al llegar a la escuela: No se
debe maltratar, ni siquiera a un animal, de esa forma tan salvaje.
2
La siguiente escena no es menos cruel, lleva una anti-lección que nunca
debí recibir, y que también se quedó grabada para siempre, porque en
lugar de la cabeza de una mula eran las cabezas de dos compañeros de
Seminario y el autor era uno de nuestros superiores, un teólogo, a punto
de ordenarse sacerdote, y que formaba equipo docente con la dirección
del Seminario. Su fiereza y pérdida de compostura no era menos que la
del quincallero, porque se cebó, primero, con un chicarrón de quince
años, que parecía que tenía veinte, simplemente porque le había
contestado con una actitud no acorde con su sensibilidad de músico y
organista, que debía de cogérsela con un papel de fumar y luego, con su
propio hermano, un chiquito, que estudiaba primero de latín y
humanidades, doce años, y todo su delito consistía en no haber sacado
las notas que su hermano mayor y energúmeno, por violento, esperaba de
él.
Tristes tigres en tiempos de sequía, miseria sistémica y violencia
Nota no tan al margen: He dicho antilección y lo fue, pero el silencio
de toda la clase entre el miedo, la rabia y la repulsa significaban una
lección que no se me ha olvidado.
“Todo lo que somos viene de lo que fuimos y son los primeros años
los que nos forman o nos deforman como personas”. Freud
domingo, 13 de abril de 2014
Publicado por ÁNGEL DE CASTRO GUTIÉRREZ en 3:24
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