“Tras el invierno, torpe y afligido,
florecí con la primavera”.
Raymond
Carver
No
es mal ritmo
vivir
al compás de las estaciones,
dejándote
llevar por el viento
siempre
libre
y
la nieve airosa,
la
sombra de agosto
al
sol que más calienta
y
la caída de la tarde con el sol de membrillo.
Yo
también nací en invierno
y,
desde entonces,
como
mi padre,
llevo
el frío en las manos hasta en verano,
pero
no importa,
porque
la corriente de luz y de entusiasmo va por dentro
que
es por donde van las cosas importantes
de
la vida puesta al rojo vivo.
Y
algo de primavera me dejaron mis ancestros
porque
nada me complace más y tira de mi interior
que
el nacer de un río,
el
dulce balbuceo de un poema,
un
proyecto recienoliendo a fresco
y
la naturaleza
después
del letargo, que nunca es muerte,
sino
ebullición creadora y explosiva.
El
verano, desde que mi padre me enseñó
a
trillar,
a
recoger la parva
y
cantar alegre
cuando
la cosecha venía a derecho y abundante,
quedó
para siempre como celebración del trabajo
bien
hecho
que
alarga nuestra estatura.
Y
con el otoño cómo olvidar
el
tiempo de comenzar un curso
y
otro curso
y
otro curso
y
las vendimias
y
el primer esplendor del sexo
con
los lagarejos como excusa:
aún
recuerdo la escena,
pecaminosamente
tierna y placentera,
pasadas
largas decenas de otoños.
Y de nuevo el invierno,
que
cierra o abre la rueda de la vida,
me
trae,
desde
siempre,
las
mejores imágenes del fuego,
que
me han perseguido con la misma insistencia e interpelación
que
a los filósofos antiguos: el fuego
principio
y fundamento, movimiento y cambio,
con la
tierra, el agua y el aire.
No,
no es mal ritmo
vivir
al compás de las estaciones.
Yo
también,
tras
el invierno, torpe y afligido,
florecí
con la primavera
y
continué dejándome llevar
al aire de los días y al hilo de las
noches.
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