lunes, 26 de agosto de 2013

OTRO VERANO A LA CUENTA





Ha amanecido gris con negros nubarrones que presagiaban viento y lluvia, y estando como estamos en pleno agosto, parecía una mañana de otoño. Por la tarde, en efecto, ha comenzado una tormenta de fuerte viento, seguida de agua, dejando la parcela como una trilla de pinaza, que me ha tocado recoger en cuanto se ha calmado la tarde y, como se agradecía el frescor, me he puesto a la tarea recordando a la par la labor en las eras de mi infancia recogiendo la trilla de trigo o cebada y marcando el compás que copiaba de mi padre y de mi hermano. Mi hermano me enseñó a usar el rastrillo como si fuera la chica del baile con el se marcaba el ritmo y como si de un  tango se tratara. Esta tarde, hermano, te juro que te recordé y marqué el paso como me enseñaste. Gracias, maestro.

Pero el hecho externo, anecdótico e insignificante en sí, se ha adentrado en el reloj interior que marca el paso, cada vez más veloz, del tiempo y me ha dejado ese sabor melancólico de final de verano y del comienzo de otro curso, y aunque ya no estamos en esa vorágine activa del trabajo viendo en la lejanía las ansiadas vacaciones, puesto que estamos en permanente tiempo libre-tiempo de ocio, pulsamos quizá con mayor intensidad el paso veloz de los días, las estaciones y los años y el peso de los años que se adelgazan, como dijera el poeta, de forma, ay, alarmante, porque, con frecuencia, comienzas a contar los veranos que te regalará la vida pensando que la suerte puede ser tacaña o generosa.

Y de paso vas pasando revista a las cosas que más quieres y que seguirán ahí cuando tú ya no estés. Y te dices al oído la frase que acabas de subrayar de la novela “La taza de oro” de John Steinbeck, premio Nobel de literatura, que estás leyendo estos días: “No quiero que me olviden, para un anciano un espanto mayor que la muerte es... el olvido”. Abro un paréntesis: (El escritor norteamericano ya apuntaba maneras en su primera obra, porque después vendrían las grandes novelas como Al este del Edén y  Las uvas de la ira o las pequeñas joyas literarias como La perla y El poni rojo... y cierro paréntesis). No me considero  ni viejo, ni anciano, ni siquiera persona mayor, pero uno no es tonto, ni está en las nubes abanicando la hermosura de la juventud,  y se da cuenta de que está en esta etapa en  la que los días y los años pasan a la velocidad de la luz y los alifafes de la madurez le rondan más que a la guapa moza del baile... Y que todo ello es ley de vida.

Pero no agüemos el verano que queda y, dado que sigues siendo amante y seguidor del dicho latino carpe diem, saldrás al jardín, es medianoche, y esperarás a que las Lágrimas de San Lorenzo aparezcan para extasiarte de placer ante la maravilla de un cielo tachonado de estrellas fijas y fugaces. 

Lástima, sigue nublado y negro el firmamento, así que habrá que dejarlo para la noche siguiente y en el caso de que no aparezca la lluvia de meteoritos, que diría Whitman,  repasarás la lección de tu primer maestro para ver con rapidez y fuera de duda la Estrella Polar, de la Osa Mayor, mejor, del carro tirado por tres mulas, muy fácil: te fijas en las dos estrellas de atrás y multiplicas por cinco la distancia que las separa y te topas, con toda seguridad, con la Estrella Polar. No falla. Gracias, maestro.

...Y así, desde entonces, ¿cuántos? ¡la tira de veranos a la cuenta, que se va haciendo larga-larga, qué gusto, aunque lo que importa es seguir contándolos con dignidad, desde la madurez y con cierto aire juvenil!

No hay comentarios: