Ha amanecido
gris con negros nubarrones que presagiaban viento y lluvia, y estando como
estamos en pleno agosto, parecía una mañana de otoño. Por la tarde, en efecto,
ha comenzado una tormenta de fuerte viento, seguida de agua, dejando la parcela
como una trilla de pinaza, que me ha tocado recoger en cuanto se ha calmado la
tarde y, como se agradecía el frescor, me he puesto a la tarea recordando a la
par la labor en las eras de mi infancia recogiendo la trilla de trigo o cebada
y marcando el compás que copiaba de mi padre y de mi hermano. Mi hermano me enseñó
a usar el rastrillo como si fuera la chica del baile con el se marcaba el ritmo
y como si de un tango se tratara. Esta
tarde, hermano, te juro que te recordé y marqué el paso como me enseñaste.
Gracias, maestro.
Pero el hecho
externo, anecdótico e insignificante en sí, se ha adentrado en el reloj
interior que marca el paso, cada vez más veloz, del tiempo y me ha dejado ese
sabor melancólico de final de verano y del comienzo de otro curso, y aunque ya
no estamos en esa vorágine activa del trabajo viendo en la lejanía las ansiadas
vacaciones, puesto que estamos en permanente tiempo libre-tiempo de ocio,
pulsamos quizá con mayor intensidad el paso veloz de los días, las estaciones y
los años y el peso de los años que se
adelgazan, como dijera el poeta, de forma, ay, alarmante, porque, con
frecuencia, comienzas a contar los veranos que te regalará la vida pensando que
la suerte puede ser tacaña o generosa.
Y de paso vas
pasando revista a las cosas que más quieres y que seguirán ahí cuando tú ya no
estés. Y te dices al oído la frase que acabas de subrayar de la novela “La taza de oro” de
John Steinbeck, premio Nobel de literatura, que estás leyendo
estos días: “No quiero que me
olviden, para un anciano un espanto mayor que la muerte es... el olvido”. Abro un paréntesis:
(El escritor norteamericano ya apuntaba maneras en su primera obra, porque
después vendrían las grandes novelas como Al este del Edén y Las uvas de la ira o las pequeñas joyas
literarias como La perla y El poni rojo... y cierro paréntesis). No me
considero ni viejo, ni anciano, ni
siquiera persona mayor, pero uno no es tonto, ni está en las nubes abanicando
la hermosura de la juventud, y se da
cuenta de que está en esta etapa en la
que los días y los años pasan a la velocidad de la luz y los alifafes de la
madurez le rondan más que a la guapa moza del baile... Y que todo ello es ley
de vida.
Pero no agüemos el
verano que queda y, dado que sigues siendo amante y seguidor del dicho latino carpe diem, saldrás al jardín,
es medianoche, y esperarás a que las Lágrimas de San Lorenzo aparezcan para
extasiarte de placer ante la maravilla de un cielo tachonado de estrellas fijas
y fugaces.
Lástima, sigue
nublado y negro el firmamento, así que habrá que dejarlo para la noche
siguiente y en el caso de que no aparezca la lluvia de meteoritos, que diría
Whitman, repasarás la lección de tu
primer maestro para ver con rapidez y fuera de duda la Estrella Polar, de la
Osa Mayor, mejor, del carro tirado por
tres mulas, muy fácil: te fijas en las dos estrellas de atrás y multiplicas
por cinco la distancia que las separa y te topas, con toda seguridad, con la
Estrella Polar. No falla. Gracias, maestro.
...Y así, desde
entonces, ¿cuántos? ¡la tira de veranos a la cuenta, que se va haciendo
larga-larga, qué gusto, aunque lo que importa es seguir contándolos con
dignidad, desde la madurez y con cierto aire juvenil!
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