Tendemos
con mucha frecuencia a buscar explicaciones donde no las hay, y hacemos
como el tonto que cuando le indicas con el dedo que mire la luna clava su
mirada en el dedo. Asimismo, ante la brutalidad y la sinrazón del último
asesinato de 28 personas en un colegio de Estados Unidos, acudimos con rapidez
a buscar los motivos en la locura y cualquier enfermedad psíquica del joven
protagonista de la matanza, sin tener en cuenta que con mucha probabilidad la
dirección de nuestro razonamiento no es correcta.
Es
muy convicente el juicio que la psiquiatra Lola Morón ha dado en las
columnas de EL PAÍS, quien se
pregunta por qué se empeñan, algunos medios de comunicación estadounidenses, como
muchos de nosotros a la voz de ya, en buscar un diagnóstico psiquiátrico para
un asesino que convivía desde la infancia con armas de fuego. Y escribe que tal
vez las causas de estos sucesos tengan más que ver con la naturalidad con la
que se convive con las armas que con la existencia o no de trastornos mentales.
Opinión idéntica a la de investigadores en psicología social, que demuestran
que cualquier ser humano es capaz de llevar a cabo acciones de las que ni él ni
los demás considerarían jamás capaces.
Lo
grave del asunto es que los defensores de estar armados hasta los dientes
no ceden, ni cederán tan pronto, creando un caldo de cultivo que se les vuelve
en su contra, como en este desdichado suceso. La madre del asesino,
coleccionista de armas, como si de cromos o mariposas se tratara, probó la
primera el fuego letal de su hijo asesino, rodeado de armas y amantado y
adiestrado desde su más tierna (no tan tierna) infancia, en el uso de ellas.
Tampoco
estaba loco, como se ha demostrado, el noruego, Anders Breivik, que asesinó,
a sangre fría, en el verano de 2011, a 77 jóvenes en la isla de Utoya. Era odio
mortal lo que rezumaba hacia inmigrantes y musulmanes y mató a los jóvenes, no
por serlo, sino por no tener el mismo odio, hacia ellos, que él, y con su
ideología fanática ultraderechista. Calor Boyero, el crítico de cine, en su
columna dominical escribía en esta misma dirección diciendo que es cómodo
pensar que el asesinar niños se debe a tarados, al demonio y al mal, “porque
también matan las bombas atómicas, los efectos colaterales de las guerras. Y
sus verdugos no están locos”.
2 comentarios:
Clarísima reflexión y absolutamente de acuerdo.
Solemos recurrir, cuando se produce un hecho que nos sobrepasa, al posible desarreglo psicológico del protagonista. La verdad es que si lo comparamos con los parámetros que nos ofrecería el mismo análisis realizado a Teresa de Calcuta, Vicente Ferrer… y otros, todos estos asesinos son enfermos. Pero no sé de ninguno de estos locos que comiencen apuntando primero hacia su malformado cerebro.
Recuerdo una historia (aunque no la voy a contar) de un borracho asesino y como Napoleón demostró que el borracho era consciente de lo que hacía.
Vaya mi recuerdo para los niños, y no tan niños, asesinados tan vilmente por un joven asesino que tuvo en su mano alejarse de este mundo cruel sin llevarse por delante a los que sí se encontraban a gusto en esta vida.
Descansen en paz.
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