Hay una escena de
crueldad máxima, vivida en mi niñez, que aún recorre mi piel y la hace temblar
por su violencia. Nos había llevado el maestro de excursión, llamarlo hoy así
me produce extrañeza, porque no era más que una salida al campo, algunos jueves
del año, cuando las tardes eran propicias. Tocaba ese día la pradera de San Cofán, es decir, los
alrededores de la iglesia derruida de San
Cucufate, sólo quedaba la torre, hermosa y bien plantada y dos campanas
gigantes, pero la pradera formaba una buena pendiente, y en mayo tenía fresca
la hierba, lo que permitía lanzarnos
tumbados dando vueltas sobre nosotros mismos, compitiendo en quién aterrizar el
primero. Poco antes de llegar, algo así como una familia quincallera, se había
asentado con su carro y sus dos mulas al comienzo de la ladera. El hombre tenía
atada a la vara del carro, muy corta, a una de las mulas, y le estaba dando tal
paliza en la cabeza que echaba tanta sangre como cuando a los cerdos les metían
el cuchillo el día de las matanzas, pero a mí aquella sangre me parecía más
gratuita, más cruel e infinitamente más violenta. Don Julián debió de decirle
algo, pero él se puso más furioso y su mujer le contestó, dolorida, “éste
hombre es más bruto que las mulas, y todo ello es porque no le hacen caso,
según dice”, y nos ordenó que no miráramos la escena y siguiéramos hacia
delante.
He recordado esta escena
al leer un artículo de Rafael Argullol que, como siempre, me engancha, hermoso
y profundo, y que es mucho más que una reseña de la reciente película del
húngaro Bela Tarr, El caballo de Turín, que versa sobre la existencia en una
situación límite, tomando la escena de Nietzsche y el caballo como pretexto.
Está considerada por algunos críticos como obra maestra, para otros no tanto,
es ganadora del Oso de Plata y del Premio de la Crítica Internacional,
FIPRESCI.
En el transcurso de un
paseo hacia el centro de su ciudad, es testigo de una escena que le hace
detenerse: un cochero está maltratando a su caballo que, exhausto, no quiere
continuar la marcha. Nietzsche se acerca, abraza al caballo, le pide perdón en
nombre de la humanidad, rompe a llorar y pronuncia estas palabras: “Madre, soy
tonto”. Luego se derrumba, pierde el habla y la conciencia hasta su muerte,
justo diez años después.
De esta anécdota parte
la película, de la que dice Argullol: una de las películas más duras,
portentosas, arriesgadas y convenientes de lo que llevamos del siglo XXI. “¿Qué
ocurrió aquella mañana de enero?, se pregunta el escritor y filósofo catalán.
El abrazo al caballo maltratado, el desplome mental, el retorno al regazo materno.
“Madre, soy bobo”: el niño travieso, quien como adulto ha sido el profeta que
ha proclamado la inminente hoguera, cierra el círculo tras la fenomenal
travesura. Diez años de silencio radical”.
Dos escenas similares,
como puede verse, con la diferencia de que en mi caso no se produjo ninguna
mudez, pero sí una imagen que quedó grabada en mi conciencia para siempre.
Termina Argullol
profundizando en las lecciones de Nietzsche y del director húngaro: “La lección
nietzscheana es aún más implacable que el propio Nietzsche que se planteó la
posibilidad de una aurora: en la película de Bela Tarr no hay ninguna
insinuación de aurora. El pozo se seca, la brasa se apaga, la llama del candil
no prende e incluso el triste e imponente caballo renuncia a comer... Y en el
abrazo de Turín ambos protagonistas son importantes si queremos saber lo que
nos espera”.
4 comentarios:
Grandes enseñanzas, también, se extraían de aquellas salidas en la tarde de casi todos los jueves del año. Jugábamos, y quizás rompíamos alguna pelota de trapo. Pero sobre todo nos sirvió, a muchos, para no acabar, al cabo de los años, con el cañón en la sien. En aquellas salidas donde, aparentemente, no se impartía ninguna clase, aprendíamos lo importante que es aprovechar cualquier oportunidad que la ocasión ponga a nuestro alcance: salíamos, jugábamos, disfrutábamos y de paso recogíamos piñas, serojas o cogollos para encender la estufa… y nos enseñaban a ver un poco más allá de nuestras narices. (Gracias D. Fortunato)
Pero no solo es esto –con ser muy importante- sobre lo que quiero aportar mi humilde opinión. Quiero referirme al quinquillero (así llamábamos en mi pueblo a estos nómadas, aunque vendieran quincalla) y su incomprensible reacción ante, parece ser, la negativa de la mula a obedecerle. Reacciones como esta, a los que hemos nacido y crecido en un pueblo no son, no pueden sernos ajenas. La imagen de los quinquilleros en su carromato se nos muestra con toda la crudeza – porque cruel es a nuestros ojos- de la propia naturaleza: un carro cargado de miseria, el pozo que escasamente mitigaba el hambre también se ha secado, la brasa del amor, en estas circunstancias, es muy difícil que siga ardiendo, el candil no prende porque le falta el aceite, el caballo o la mula no obedece y la guardia civil esperando para recordarles que no pueden pernoctar más de una noche en aquel “hotel”.
Jamás seré yo el que apruebe la violenta reacción del quinquillero ante la ¿desobediente? mula pero… cierro los ojos y me pregunto: ¿yo habría reaccionado de manera muy distinta? Si es que existió, Job hubo uno y por eso pasó a la historia sagrada. Es muy fácil decir “valen más cien pájaros volando que uno en la mano” cuando se está sentado a la mesa repleta de manjares.
Seguramente el quinquillero no tenía ante sus ojos la imagen de la desobediente mula, pero el culpable no estaba a su alcance.
Os aseguro que siento unas enormes e incontenibles ganas de seguir, pero seguramente os aburriría.
Un abrazo.
PD. Estoy seguro de que si lo repasara, rectificaría alguna cosa por miedo a no haber sabido expresarla pero… ¡no me da la gana! Así lo siento en este momento.
Está claro tu discurso, ya sabes que todo es poliédrico, y todo escrito, como toda realidad, tiene muchas lecturas. Comprendo tu punto de vista, no solamente lo entiendo, pero lo que a mí se me quedó grabado en la memoria fue aquella escena tan violenta. Y naturalmente, sin aprobar aquella violencia, metiéndose en la piel del quinquillero,así se llamaban también en mi pueblo, sin justificar su acción, sí que se entiende su posible desesperación y esos arranques con quien nada tiene que ver, la pobre mula, esa es la verdad, también.
Un abrazo.
Madre mía, Ángel.
Madre mía, yo también soy tonta.
Me habéis dejado, el pastor y tú, el alma contenida.
Voy a volver a leeros.
Yo también tengo un carro de quincalleros, en una ladera de camino a la escuela. Afortunadamente nunca los ví violentos. Al contrario: cantaban y balilaban por las noches, y yo quería ser gitana y tener esa sensación de LIBERTAD que me transmitían. Además, cuando oscurecía, prendían lumbre y cocían patatas que desprendían por el valle ese olor a cominos y laurel que luego llevé a un microrrelato.
Bussa bussa chicos.
Gracias por estas evocaciones...
Pues claro, lo que decimos todos, que la vida es multiforme y multicolor y contiene cien mil lecturas. Y naturalmente, yo también guardo en mi memoria escenas de músicos tocando la trompeta, que a mi padre le volvían loco y a mí me encandilaban, y chiquillas adolescentes que se retorcían escalera arriba y abajo, mejor que las culebras, y bailaban y bailaban y ponían todos ellos, quincalleros, titiriteros..., una nota de color en aquellas tardes-noches grises de posguerra. Así que, qué menos que bienvenidos y gracias, muchas gracias, olvidadas otras violencias.
Bussa y abrazos.
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