martes, 8 de septiembre de 2009

FRANK McCOURT murió a los 78 años



Tenía 65 años, era un docente jubilado, cuando escribió su libro ‘Las cenizas de Ángela’ en 1996, un relato hiperrealista contado con una gran dosis de humor y a la vez ternura, que nos conmocionó a millones de lectores y que leímos con verdadera fruición. Se mantuvo durante años en las listas de los best sellers, fue traducido a 40 idiomas y vendió más de seis millones de ejemplares. Recibió en 1997 el premio Pulitzer, el premio de la Crítica y el Libro del Año en Estados Unidos.
Pero lo más importante de Frank McCourt es el reguero de humanidad que ha dejado tras su muerte y como ha dicho la escritora Elvira Lindo: “Hay personas que mejoran el mundo. Estoy convencida de que Frank McCourt fue una de ellas”.
Efectivamente, su luz, infinitamente más que la sombra del ciprés, es alargada.
La siguiente anécdota da fe de ello: Era su primer día de clase en calidad de profesor y cuando vio cómo un alumno tiraba un sándwich al suelo, él, que nunca se olvidó de los años de hambre de su infancia, se agachó, no para tirarlo a la papelera sino para comérselo. No sé la repercusión que tuvo aquel hecho, pero estoy seguro de que fue la mejor lección de su vida.
Lo recuerdo como si fuera ahora, aunque está a años luz del gesto de McCourt: coordinaba durante un fin de semana un taller sobre creatividad a chicos y chicas de Instituto en Tudela de Duero. Los chicos armaban mucho revuelo y no mostraban demasiado interés, en comparación con el entusiasmo de las chicas. Uno de ellos, con pinta de macarra y líder del grupo se puso a fumar, aparentemente no estaba prohibido, estábamos en una gran nave y era un sábado por la tarde, y ante la tentación de insinuar que lo dejara le pedí una calada de su cigarro, simple detalle que sirvió para un cambio de actitud durante todo el fin de semana y nos permitiera disfrutar de una espléndida experiencia que recuerdo con mucho agrado.
No me resisto a transcribir algunos párrafos de la primera página de Las cenizas de Ángela, antesala de la inmensa tragedia de un niño de pocos años:

“Mi padre y mi madre debieron haberse quedado en Nueva Cork, donde se conocieron, donde se casaron y donde nací yo. En vez de ello volvieron a Irlanda cuando yo tenía cuatro años.
… Cuando recuerdo mi infancia me pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente la infancia desgraciada… la infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada corriente, y la infancia desgraciada católica es peor todavía… la pobreza, el padre vago, locuaz y alcohólico; la madre, piadosa y derrotada, que gime junto al fuego; los sacerdotes pomposos; los maestros de escuela, despóticos; los ingleses y las cosas tan terribles que nos hicieron durante ochocientos largos años.
… Sobre todo… estábamos mojados.
… La lluvia humedecía la ciudad desde la Circuncisión hasta la Nochevieja. Producía una cacofonía de toses secas, de ronquidos bronquíticos, de estertores asmáticos, de ahogos tísicos… “.
Y ya como profesor, en su larga estancia en Nueva York, tuvo siempre como principios fundamentales en la vida: la educación, el respeto y el humor.
Por ello, no es de extrañar que el hermoso artículo que le dedica Elvira Lindo con motivo de su muerte, termine así:
“¡Cuántos McCourts necesita nuestro sistema educativo! En el colegio y dentro de casa. Si miramos el pasado sin teñirlo de sepia todos podemos recordar ese momento en que ejercimos la crueldad, en que fuimos mezquinos. La adolescencia ofrece un catálogo de recuerdos vergonzosos. Pero siempre hubo, al menos en mi caso, alguien que me enseñó a sentir dolor por el dolor ajeno o alegría por la alegría ajena. Cuántos McCourts nos hacen falta para guiar a tantas pandillas de salvajes a los que han abandonado a su suerte los padres o ese sistema educativo autocomplaciente que destina a los pobres a ser, además, brutos o brutales. Habrá que ponerle una vela a ese santo laico, San McCourt, pedirle que cambie la grosería que hoy ensucia tantas bocas por esas palabras que en la suya se convirtieron en diamantes”.

1 comentario:

jubilación viene de júbilo dijo...

¡Buenísimo! Mi recuerdo y un saludo casi de otoño.