martes, 13 de noviembre de 2007

Ni bajando a los infiernos ni subiéndose a las nubes

Han sidos necesarios, y bienvenidos sean, los intentos de detener la bajada del YO a los infiernos de la culpabilidad y el miedo, en los que el desprecio de uno mismo, la baja estima, la falta de aprecio y hasta la enemistad declarada a uno de los enemigos mayores a derrotar, daban contenido y objetivo prioritario a muchos mensajes. Ya está bien de echar tanta leña, tanta culpa, tanto desprecio y verse carne de cañón, es decir de infierno, así como declararse un ser ínfimo, despreciable, y cuando menos insignificante y lleno de defectos. Ya está bien de llorar sobre lo hecho y nunca se nos debió olvidar el dicho antiguo: “No hay que llorar sobre la leche derramada”. Bienvenidos, por lo tanto, todos los discursos, reflexiones, conferencias y libros en los últimos tiempos que se han centrado en declarar la autoestima como uno de los valores a descubrir y a potenciar con el ánimo de poner las cosas en su sitio y así hacerse amigo de uno mismo, quererse y apreciarse han pasado a ser declarados como máximas de urgencia y puntos de apoyo para gozar de una salud psíquica necesaria y fundamental. Era necesaria esta reconciliación con el ser más profundo de cada cual, dejar de castigarse y desterrar para siempre la creencia de que mi cuerpo es el enemigo de mi alma, porque mi cuerpo es uno con el alma e indivisible, y mi cuerpo es mío, lo más cercano y próximo, a quien debo un respeto, una consideración, un cariño especial, así como estar a bien con él y en paz.
Escribe José Antonio Marina: “la acción es el definitivo banco de pruebas de nuestras relaciones. Si la autoestima lleva a la creación, a la generosidad, a la ampliación de posibilidades, es buena”.
Es en esta escuela del propio yo, la más a mano que tenemos, donde aprender ese respeto, cuidado y responsabilidad, una amistad inaplazable y una dedicación de por vida, que deberán alargarse y recaer en los otros a quienes debemos ese respeto, una dedicación que no es otra que la solidaridad hacia todos, pero preferentemente hacia los más débiles y necesitados y una amistad a algunos de ellos como uno de los aspectos más importantes de la vida.
Pero cuidado, porque habrá que poner las cosas en su sitio, deteniendo a ese YO que quiere subirse por las paredes y pretende colocarse por encima de las nubes, que es tanto como situarse por encima de los demás, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Autoestima sí, pero sin que el Narciso egoísta que todos llevamos dentro se adueñe de nuestros sentimientos y nuestros actos. No se olvide que el término narcisista viene del mito griego de Narciso, que se encontraba tan fascinado con su belleza que terminó enamorándose de su imagen reflejada en un estanque. Y ya saben el slogan del narcisista: “los otros sólo existen para adorarme”. Habrá que tenerle a raya. “Las personas egoístas dice Erich Fromm, en El arte de amar, son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas”.
Y cuidado con permitir un aprecio exagerado a uno mismo, de forma que intentemos ser el centro de todos los cuidados, de todas las miradas, llegando a creernos que tras nosotros el diluvio, que sin nosotros no hay nada que hacer y que nosotros somos los más hermosos de la tribu, los más listos, los insustituibles, lo que hace, por otras parte, ser las personas más inaguantables del planeta, por tontos de baba y fantoches subidos a la nada de un yo ridículo, que pretenden que todo gire alrededor suyo y todos bailen al compás que ellos marquen.
Es necesario buscar el equilibrio, en el término medio se halla la virtud, ni bajar al infierno de todos los desprecios: nada soy, nada valgo, todo me sale mal, no hago nada bien y cuando cometo algún fallo, cualquier error, castigarme porque soy un desastre y el ser más inútil del universo; pero tampoco subirse por las paredes y sobre el pedestal de unos mismo, yo, mí, me, conmigo, siempre yo y sólo yo, todo girando en torno a mi y despreciando cuanto se mueve a mi alrededor. Necesario el sentimiento de autoestima, pero a la vez el respeto hacia los demás y hacia uno mismo. Lograr que los demás escuchen tu voz, pero a la vez escuchar activamente a los otros. Reconocer mis errores tratando de enmendar la plana y aceptar y valorar los propios aciertos y logros, pero también comprender los fallos de los demás y aplaudir sus triunfos y virtudes.
Estamos llamados a emprender cosas altas y obras difíciles, que en eso consiste la magnanimidad. Aristóteles dibujó así al hombre ejemplar: el que tiene un ánimo grande, el que busca la grandeza y no se entretiene en afanes minúsculos.
Y continuando con los expertos habrá que insistir que la autoestima no es una buena idea de sí mismo, sin más, sino la conciencia de la propia capacidad de acción, más la conciencia de la propia dignidad. El compromiso personal de ir trazando nuestro proyecto de vida junto al compromiso social es lo que nos salvará de la negatividad paralizante como del egoísmo que nos devuelve la peor imagen de nosotros mismos.

Sería sano hacerse un chequeo con uno mismo y analizar por dónde andamos más frecuentemente, ¿cerca de los infiernos o por encima de las nubes?

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