Suelo hacer caso a las contraportadas de muchos libros cuando vienen avaladas por multitud de críticos y escritores, aunque a veces, disiento y hasta me cabreo, porque advirtiendo yo mismo que les sobran en algunos casos de las quinientas páginas más de doscientas, me digo, cómo esto no lo han visto y han pasado por alto semejante error de bulto. O que no era para tanto.
Pero cuando leo: “es un libro potente y sincero, Dios confunda al autor por rompernos el alma, un libro hermoso y estremecedor, hipnótico, único, brillante, el libro del 2018, lúcido, crítico y de alcance universal, torrencial y cristalino, tiene talento doble de narrador y poeta, de inusitada frescura, literatura en estado puro...” y así sucesivamente en un baile armonioso sin pisar a la pareja, escrito por estupendos críticos y grandes escritores, por lo que tienes que arrimarte al corro, humildemente, y, aun cuando llegue a la mitad del libro, decir que me está entusiasmando por: certero, radical -que va a la raíz de los asuntos y del uso de lenguaje-, inteligente -muy inteligente-, original, implacable, entre la nostalgia, el dolor y la ternura, irónico y de un humor negro a un humor tierno en la misma línea, con frases lapidarias y muchas frases que son espléndidos aforismos, yendo sin desviarse un palmo a la raíz de la misma realidad que nos va retratando, desde los 60 del pasado siglo a nuestros días. Y que se me está gastando la mina del lápiz, como a mí me gusta, porque me obliga a subrayarlo prácticamente todo. Podría seleccionar cientos de ejemplos, pero sirvan algunos:
“Recuerdo a mi padre darse cabezazos contra una estantería porque no encontraba el duplicado de una venta que había hecho. Se gritaban a menudo, pero jamás se insultaron. Mi padre jamás insultó a mi madre, nunca. Simplemente se enfadaba y se desesperaba y golpeaba cosas, objetos, era su ira. Desde entonces, siempre que pasaba al lado de la estantería la miraba con intensidad: el lugar donde mi padre se dio de cabezazos. Y por supuesto el día que desmonté el piso, cuando murió mi madre, me quedé mirando el larguero de la estantería y lo acaricié por última vez”.
Es curioso cómo a pesar de haber vivido en un clima distante en donde reinaba más el silencio, que los afectos, la falta absoluta de besos y caricias, asistimos a la creación-recreación de una familia nueva tras la muerte de los padres, con lo que todo se convierte por arte de la mejor magia literaria y dominio narrativo en un extraordinario homenaje a la memoria del padre y de la madre. Un gran retrato y un espejo en donde verse el lector.
“Yo también estuve mirando a mi padre muerto. Estaba yéndose del mundo el vigilante, el custodio, el comandante en plaza de mi infancia. Estaba contemplando la desintegración de la humanidad... Es un error pensar que los muertos son algo triste o desalentador; no, los muertos son la intemperie del pasado que llega al presente desde un aullido enamorado”.
Y el original y hermoso cambio de nombres hacia la mitad del libro: sus hermanos serán Vivaldi y Brahms, su padre Juan Sebastián Bach, su madre Wagner y dos tíos Monteverdi y Pergolesi para “llenar de música la historia de su vida”.
Pero bueno, habrá que seguir leyendo. Así que continuará...
... Y sigue y sigue y sigue aflorando, si cabe, con mayor intensidad, lo que me parecía imposible, hasta el final, el humor negro y la ternura, hermanados, hallazgos literarios en cada página, nada que ver con la literatura-sonajero, porque estamos ante alta literatura, bien trabada y con hondo contenido y el humanismo y la solidaridad profunda del autor de soldarse con todos los miembros de su familia, creando una nueva. Esta vez, totalmente de acuerdo con la contraportada y la publicidad del libro. Extraordinario. Una delicia para paladares exquisitos.
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