Leo, por primera vez, a Jeanette Winterson, uno de sus últimos libros: “¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?” y me encuentro algo que creo haber leído en otras ocasiones a algún otro escritor que ahora no recuerdo, y lo subrayo: “Lo que se deja fuera en un escrito dice tanto como las cosas que se incluyen”, y poco más adelante: “Cuando escribimos ofrecemos el silencio tanto como la historia. Las palabras son esa parte de silencio que se puede expresar”, lo que me lleva a pensar enseguida en esa idea tan querida y fascinante en la que abiertamente decimos que el autor, de alguna forma, desaparece una vez escrito el libro y que este en las manos del lector se convierte en el trampolín que le lanza a explorar por su cuenta y riesgo otros mundos, nuevas ideas, hallazgos ignotos entre líneas y en los márgenes del libro que está leyendo que no es más que un espejo, aunque muchas veces ¡qué espejo más deslumbrante!, en donde se ve a sí mismo en sus abismos sin fondo.
Es la fuerza de la lectura y su misterio más rico y enriquecedor que se pierden aquellos que se pasan días y días, años y más años y acaso la vida entera sin haber leído apenas nada, porque no hay nada más deslumbrante y hermoso que al hilo de la lectura crear otros mundos posibles y de la nada entrar en el círculo gratificante de la creatividad: vasijas de oro, caballos de barro, juegos de palabras, y darle vida a la nada, viento a los montes y los ríos, canción a los bosques, risa y llanto a la lluvia, recuerdos de la propia biografía reflejados en el libro que se tiene entre las manos, sentimientos a quien ya casi no siente nada ni es capaz de emocionarse y como si se tratara de un teatro de guiñol sacar de la chistera personajes de carne y hueso o de ficción bailando y hablando y moviéndose al sol que más calienta con vida propia y quedándose a vivir para siempre entre los grandes de la literatura y sus mejores obras.
Quizá nunca pensara el autor del libro que se podía llegar tan lejos, pero estoy seguro que sería feliz sabiendo que cada lector ha escogido su senda a partir del primer momento, como cuando tras una encrucijada o las cien mil rotondas de cada ciudad tiramos por la calle de en medio o aquella que intuimos que puede ser en verdad la más nuestra y la que permite llevarnos a descubrir los mejores mundos y los más insospechados sueños.
Cómo se agradece a esos escritores que saben sugerir, decir sin apenas nada, dejar siempre la puerta abierta para que el lector salga y se lance a la calle de la vida a su aire y más que puntos finales use los puntos y aparte, los puntos suspensivos, respete los silencios sin apabullar con su verborrea, que más que comunicar y mostrar no es más que cacareo de aves de corral de poco vuelo.
“La lectura no es un arrullo lujoso en el que las facultades más nobles se duermen, sino, por el contrario, lo que nos mantiene alerta y nos exige nuestras horas más despiertas”, escribió Henry David Thoreau en “Walden, la vida en los bosques”, un ensayo, publicado en 1854, su obra más famosa, que leí este verano pasado. Esta frase es una de las que subrayé. Sí, la lectura nos exige nuestras horas más despiertas y creativas y nos invita a recorrer nuevos caminos.
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