¿Qué escritor no se
angustia de tener un solo lector y qué maestro de tener delante un solo
alumno? Habría que detenerse unos instantes, nada más, hasta que la
fotografía llegue muy dentro para huir de angustias vanas. Hartos de
atender a la cantidad y valorarla únicamente nos perdemos exactamente
igual que cuando confundimos valor y precio. Y nos olvidamos de algo
fundamental que el escritor a quien debe dirigirse en primer lugar es a
él mismo y que el maestro cuando explica
algo es a él al que van dirigidos los dardos de todas las lecciones, y
solo en ese momento y con esas mimbres es cuando la educación nacida en
buenas manos puede producir efectos beneficiosos. Vale también para los
padres cuando nos dirigimos a los hijos olvidando que los consejos o
amonestaciones deben ir hacia nosotros antes que a ellos. Las grandes
revoluciones y cambios que han sucedido a lo largo de la historia han
nacido en pequeños cenáculos, en la mente en soledad de genios
despistados, en grupos insignificantes de dos, tres o doce personas. Lo
demás viene por añadidura.
A ese maestro joven no le importa que
solo haya un niño en la clase, y desnudo, para estar ensimismado en la
tarea de llenar la pizarra de signos que descifran la vida y el ascenso
de la mente en soledad creadora.
A este alumno solo le basta mirar
con curiosidad, no perderse un detalle porque tendrá que dar cuenta de
ello sin refugiarse en el grupo cuando éste no es más que manada y
rebaño de todo a cien.
Y como mis escritos a quien van dirigidos en
primer lugar es a mí mismo me dirijo esta minilección e intentaré que no
se me olvide, porque a veces pierdo la razón y la pasión cuando por
distintas razones los alumnos de los talleres que coordino se reducen y
se convierten en pequeños grupos.
Y si eres tabernero, tendero,
cirujano, fontanero de mil chapuzas, te pasará que con que alguien,
pasados diez o veinte años, se acuerde de ti como buen cliente, te
dejará más que satisfecho, pues lo mismo a quien se dedica a este bello
oficio de enseñar, publicar, manifestar su arte... cuando alguien no se
olvida de algún consejo, palabra, lección, escrito... que le dedicaste.
Y eso es impagable.
En el magnífico poema de Luis Cernuda: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”, se pone de manifiesto esta idea. Termina así:
“Que aquella causa aparezca perdida,
Nada importa;
Que tantos otros, pretendiendo fe en ella
Sólo atendieran a ellos mismos,
Importa menos.
Lo que importa y nos basta es la fe de uno...
Uno, uno tan sólo basta
Como testigo irrefutable
De toda la nobleza humana.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”.
Nada que añadir.
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