domingo, 3 de abril de 2016

GENIALIDAD E INUTILIDAD JUNTAS




No seré yo quien no ponga en lo más alto de la literatura a Mario Vargas Llosa, con algunas novelas excepcionales y otras no tanto, muchos artículos excelentes con los que he disfrutado mucho, alguno lamentable y otros con los que he estado en abierta discrepancia. Hasta aquí todo normal.
En este momento me quiero referir, con todos los respetos, a un hecho con el que ni comulgo ni puedo estar en más desacuerdo. Algo sabía ya de antes, tanto por su testimonio como el de su primera mujer, que únicamente se dedicaba a escribir y que para las cosas de la casa se consideraba un perfecto inútil. Pero lo que me ha llamado la atención, recientemente, por unas declaraciones suyas en la radio, ha sido lo que ha manifestado respeto a la cocina, su aceptación pasiva de los hechos, su juramento de no entrar en ella nunca más porque un día se le quemara la sartén al freír un huevo -el sartén repitió dos o tres veces, ¡qué mal me suena!, aunque en Latinoamérica se prefiera el masculino- y se le cayera el aceite al suelo. Un error, un fallo humano, lo que no le debe llevar a nadie a prometer que no volverá a pisar la cocina y no enmendar el fallo y tratar de, desde la humildad, aprender a hacer las cosas mejor, porque además, como decimos por aquí, no hace falta ir a Salamanca para planchar una camisa o aprender a freír un huevo, a lo que nuestro famosísimo escritor se ha negado en rotundo. Todo, o casi todo, puede aprenderse, si hay voluntad en ello.
Así que no, Sr. Vargas Llosa, quizá su nueva mujer no entre en la cocina, ni planche camisa alguna, pero su anterior mujer, quiero suponer que lo haría con muchísima frecuencia y no me imagino que se negara a ello y tomara la actitud facilona, incomprensible y machista que Vd. adoptó desde siempre. Ni me imagino a ninguna mujer tomando las de Villadiego y dejando que el moro Muza se meta en los figones y pase la aspiradora como Dios manda a todo hijo de vecino y vecina. Le pasaba a José Saramago, pero al menos él reconocía con enorme humildad su inutilidad y valoraba las múltiples tareas -¿20, 30?, y las enumeraba para su vergüenza- que su mujer, Pilar del Río, hacía todos los días, incluso escribir y traducir las obras de su marido, mientras que él solo escribía, avergonzándose de ello. Lo que no he notado, para nada, en Vargas Llosa, sino al contrario, casi-casi alardear de ello, sin pedir excusa alguna ni pretender enmendar la plana -“jamás entraré en la cocina”, ha dicho, y lo siento, porque él se lo pierde. Y desde luego no valen, para nada, los argumentos, por ridículos, que ha dado: como le salió fatal la primera vez, se marchó por los cerros de Úbeda, al sol que más calienta y en el que más cómodo se vive, mientras las demás le sacan -nos sacan- las castañas del fuego. Nunca debió ser así y hoy menos que nunca, que los tiempos cambian una barbaridad, y en esto, por fortuna, van cambiando a la velocidad de la luz, aunque aún queden restos de la mala vida pasada.
Así como el gobierno de los pueblos y la dirección de las instituciones ganaría infinitamente más con las presencia activa de la mujer en la vida pública, el reparto de las tareas domésticas, de forma mucho más igualitaria, beneficiaría increíblemente más a hombres y mujeres, sin que se nos caigan a los hombres las medallas ni el sombrero y sin necesidad de tener que ir a Salamanca, insisto, a aprender lo elemental.
Eso es todo: a buen entendedor, pocas palabras, y ni un solo argumento más a añadir. Dejo que tú sigas si lo tienes a bien.

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