miércoles, 22 de noviembre de 2017

¡QUÉ MIRADA, SANTO CIELO!


Hay que saber centrar la cámara y tener unos ojos con esa fuerza y esa intensidad cuando se mira para que aflore el milagro de arte. Esta mujer arrastra con su mirada la tuya, tras ella se vislumbra una historia que no ha podido por menos de ser fascinante en una personalidad hecha de la talla del roble y la encina, a golpe y golpe de esfuerzo y coraje.
Se me antoja, tras detenerme en su mirada, que esta mujer, de cuerpo entero -solo hay que ver cómo nos mira-, parió muchos hijos a los que adoraba y cuando salían a la calle iban como pinceles, pobres, pero limpios y honrados; que traía a su marido un tanto tarambana, a raya, porque, aunque trabajador a carta cabal, muchas noches acudía a casa haciendo más eses que una carretera entre montañas y trabándosele la lengua. Y eso Eulalia no lo soportaba, que así se llamaba, acaso. Pero un día, Vicente se acordó de la madre de Eulalia, de forma grosera, y le un dio puñetazo tremendo en el pecho. Nunca más volvió a hacerlo, porque con la sola mirada le bastó para decirle a aquel mequetrefe, grandullón de cuerpo y canijo de espíritu, eso se leía en sus ojos encendidos como nunca, que esa sería la primera y última vez que la insultaba y le ponía la mano encima. Y no bajó la mirada hasta que le pidió perdón. No hubo segunda vez.
Tiene fuerza esa mirada, tiene la fuerza de las madres coraje, no se desmaya como flor de un día, se te mete dentro porque va dirigida sin pretenderlo para que penetre en ti o eso es lo que consiguió con su cámara la famosa fotógrafa Marisa Flores, una mirada hecha a destajo, de soportar el calor recio de los veranos y los días más heladores del invierno, de enfrentarse a su marido una sola vez, como de parir siete hijos con dolor y alegría de verlos crecer sanos y hermosos, aunque no vinieran con un pan en la mano, que no venían, por mucho que el cura lo repitiera en sus sermones, que él qué sabía de parir y de alimentar bocas hambrientas a todas horas, que mejor así que no escuchimizados por no tener ganas de comer ni al desayuno, ni a la comida y a la cena, que mala señal, y que si el apetito se resistía no habría más salida que ir al médico, pensamientos que bullían con frecuencia en sus mente siempre en activo.
Bien se merece una biografía completa, clara y manifiesta a la luz de su mirada, a través de la cual se vislumbra la esencia de sus primeros años, su juventud enamoradiza y toda la plenitud de sus años de dureza y compromiso sin alardes, ni preguntarse el qué, el cómo, el por qué de todo y el más allá.
¡Qué mirada, santo cielo!, he titulado esta entrega y ahora que vuelvo sobre ella, una y otra vez, me parece que está esperando ¿mendigando? una caricia, que, a buen seguro, aceptaría gustosa y te la devolvería cálida y generosa. No tiene doblez, es clara como el agua de los manantiales, certera, porque no se anda por las ramas y hace diana en el corazón. Te la dejo así, sin más adornos, ni discursos que enturbien o palabras que alboroten el eco en la tuya. ¡Es tan elocuente el silencio, que no hay melodías ni discursos que puedan competir con él! Dejémoslo así, largo rato, y luego que hable si lo tiene a bien.

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