lunes, 11 de agosto de 2014

EL PALACIO AZUL DE LOS INGENIEROS BELGAS


A partir de las primeras páginas ya me enganchó totalmente, y cuando voy por la 94 se está apoderando de mí, pero dejaré espacios de tiempo sin su lectura, como siempre, para disfrutar más de esta espléndida novela, y que vayan calando las historias dentro de la gran historia y la prosa envidiable por lo hermosa que fluye en cada párrafo.
Pocas veces he encontrado un tratamiento del sexo y el amor tan bellamente expuesto, con tanta delicadeza y sabiduría, como la escena del protagonista, Nalo, niño a punto de convertirse adolescente o adolescente todavía niño, con su hermana, Lucía.
Sus grandes maestros no serán los tradicionales al uso, sino su hermana, un poquito mayor que él, con un sentido de la vida correctísimo, inteligente, dueña de la palabra poética, no en vano era gran lectora de poesía; el sabio jardinero Eneka, que sin apenas títulos, más que el del dominio de su profesión, siempre hay en los pueblos, aun en los más pequeños, grandes filósofos, autodidactas, que hincan sus raíces en la Ilustración, los Enciclopedistas, la Institución Libre de Enseñanza, y un espíritu crítico contra el nacionalcatolicismo, lo retrógrado y la nefasta manía de no pensar por propia cuenta, que le hará crecer en el dominio de la técnica, en sabiduría y juicio propio; y su abuelo Cosme, no menos sabio, verdadero reformador y transformador del medio.
Se desarrolla la historia a partir del año 27 del siglo pasado, años convulsos de revoluciones y primaveras de esperanza que van iniciando al niño, al adolescente y al joven en la amistad, el amor el conocimiento del mundo y el análisis de las cosas. Un microcosmos que sintetiza lo universal y trasciende lo particular y una historia abierta para seguir soñando, pensando o alargando los mensajes.
Voy por la 143, más o menos hacia la mitad del libro, y me va pareciendo una obra maestra, como al crítico literario Santos Pozuelo, aunque este matiza:“de una considerable maestría”, y espléndida novela al sentir igualmente como otro crítico, Ernesto Ayala, como tampoco me extraña que el Jurado, compuesto, entre otros, por Marcos Giralt, José Mª Guelbenzu y Rosa Regás, le concediera el premio de novela Café Gijón.
Por todas las páginas corre un cierto temblor de prosa poética exquisita y rotunda, un aleteo erótico muy sutil y suficiente para hacer trabajar la imaginación, que se agradece, cada historia genera finales sorprendentes, te cambia el ritmo constantemente y te lleva con suavidad desde lo más hondo del ser humano al mundo exterior de lo social, la política y el entorno de usos y costumbres, los años turbulentos y revolucionarios del 34, sin olvidar el ascenso de Nalo hacia la madurez. Con vislumbres de El Cantar de los Cantares casi-casi a su altura, lo que ya es decir, y descripciones de la sociedad recibiendo la República adentrándose en los sentires, emociones y resquemores y dudas de unos y de otros y análisis del joven protagonista.
Y así llego a la 318 en donde aparece el punto final. Pena me da, por lo que habrá que seguir de alguna forma dando vida a estos personajes que se han apoderado de mí como lector y alargando esos relatos tan maravillosamente expuestos por este sabio, poeta y magnífico novelista contador de historias. Porque cómo no seguir el consejo de Nalo, que en el fondo es lo que piensa el autor, Fulgencio Argüelles:
“... y fue aquélla la primera vez que sentí deseos de escribir sobre todo cuanto sucedía a mi alrededor y me asombraba, de esa forma un momento contado por mí se multiplicaría en tantos momentos como personas leyeran lo que yo hubiera escrito, pues escribir las cosas era como inventar la máquina de multiplicar momentos”, y convertir un momento en infinitos momentos como repite varias veces el personaje central cuando encuentra satisfacción y felicidad en alguno de ellos. Y sobre todo la búsqueda de la sabiduría y los entresijos de la sensualidad.
Preciosa novela que, aunque se lee de un tirón, yo no te lo recomiendo, insisto que prefiero dejar espacios de tiempo entre medias, que permitan degustar más y recrearse en lo recién leído y saboreado. Así hay que leer, creo yo, la alta literatura y, ésta, lo es, para que el libro ese amante, como lo describe la escritora brasileña, Clarice Lispector, en uno de sus famosos cuentos, permanezca el mayor tiempo posible a nuestro lado.
Pera será mejor terminar con este párrafo antológico:
“... y se volvió Elena hacia mí y con una voz más cercana me dijo, perdóname, Nalo, pero todo esto es una locura, y me abrazó y rompió a llorar, y limpié sus lágrimas y su figura era hermosa al trasluz de las ventanas, y toque sus senos, los sostuve con mis manos y parecían lunas llenas sin mengua, y luego abarqué su cintura, que era el accidente más delicado en el litoral de sus carnes, y subí hasta la colina de sus hombros y allá a lo lejos seguían las chimeneas sin humo mirándonos, y recorrí la caída de su espalda hasta la serranía de sus caderas, que eran las prominencias más sólidas en el mapa de su cuerpo, y mis falanges de alfarero enloquecieron y resbalaron por las orillas tibias hasta el acantilado desafiante y buscaron la caverna que todo lo guardaba, la que todo lo transformaba, la que fundía en un solo olor los olores de amaneceres y de crepúsculos...
Que lo disfrutes tanto como yo.
EL PALACIO AZUL DE LOS INGENIEROS BELGAS
A partir de las primeras páginas ya me enganchó totalmente, y cuando voy por la 94 se está apoderando de mí, pero dejaré espacios de tiempo sin su lectura, como siempre, para disfrutar más de esta espléndida novela, y que vayan calando las historias dentro de la gran historia y la prosa envidiable por lo hermosa que fluye en cada párrafo.
Pocas veces he encontrado un tratamiento del sexo y el amor tan bellamente expuesto, con tanta delicadeza y sabiduría, como la escena del protagonista, Nalo, niño a punto de convertirse adolescente o adolescente todavía niño, con su hermana, Lucía.
Sus grandes maestros no serán los tradicionales al uso, sino su hermana, un poquito mayor que él, con un sentido de la vida correctísimo, inteligente, dueña de la palabra poética, no en vano era gran lectora de poesía; el sabio jardinero Eneka, que sin apenas títulos, más que el del dominio de su profesión, siempre hay en los pueblos, aun en los más pequeños, grandes filósofos, autodidactas, que hincan sus raíces en la Ilustración, los Enciclopedistas, la Institución Libre de Enseñanza, y un espíritu crítico contra el nacionalcatolicismo, lo retrógrado y la nefasta manía de no pensar por propia cuenta, que le hará crecer en el dominio de la técnica, en sabiduría y juicio propio; y su abuelo Cosme, no menos sabio, verdadero reformador y transformador del medio.
Se desarrolla la historia a partir del año 27 del siglo pasado, años convulsos de revoluciones y primaveras de esperanza que van iniciando al niño, al adolescente y al joven en la amistad, el amor el conocimiento del mundo y el análisis de las cosas. Un microcosmos que sintetiza lo universal y trasciende lo particular y una historia abierta para seguir soñando, pensando o alargando los mensajes.
Voy por la 143, más o menos hacia la mitad del libro, y me va pareciendo una obra maestra, como al crítico literario Santos Pozuelo, aunque este matiza:“de una considerable maestría”, y espléndida novela al sentir igualmente como otro crítico, Ernesto Ayala, como tampoco me extraña que el Jurado, compuesto, entre otros, por Marcos Giralt, José Mª Guelbenzu y Rosa Regás, le concediera el premio de novela Café Gijón.
Por todas las páginas corre un cierto temblor de prosa poética exquisita y rotunda, un aleteo erótico muy sutil y suficiente para hacer trabajar la imaginación, que se agradece, cada historia genera finales sorprendentes, te cambia el ritmo constantemente y te lleva con suavidad desde lo más hondo del ser humano al mundo exterior de lo social, la política y el entorno de usos y costumbres, los años turbulentos y revolucionarios del 34, sin olvidar el ascenso de Nalo hacia la madurez. Con vislumbres de El Cantar de los Cantares casi-casi a su altura, lo que ya es decir, y descripciones de la sociedad recibiendo la República adentrándose en los sentires, emociones y resquemores y dudas de unos y de otros y análisis del joven protagonista.
Y así llego a la 318 en donde aparece el punto final. Pena me da, por lo que habrá que seguir de alguna forma dando vida a estos personajes que se han apoderado de mí como lector y alargando esos relatos tan maravillosamente expuestos por este sabio, poeta y magnífico novelista contador de historias. Porque cómo no seguir el consejo de Nalo, que en el fondo es lo que piensa el autor, Fulgencio Argüelles:
“... y fue aquélla la primera vez que sentí deseos de escribir sobre todo cuanto sucedía a mi alrededor y me asombraba, de esa forma un momento contado por mí se multiplicaría en tantos momentos como personas leyeran lo que yo hubiera escrito, pues escribir las cosas era como inventar la máquina de multiplicar momentos”, y convertir un momento en infinitos momentos como repite varias veces el personaje central cuando encuentra satisfacción y felicidad en alguno de ellos. Y sobre todo la búsqueda de la sabiduría y los entresijos de la sensualidad.
Preciosa novela que, aunque se lee de un tirón, yo no te lo recomiendo, insisto que prefiero dejar espacios de tiempo entre medias, que permitan degustar más y recrearse en lo recién leído y saboreado. Así hay que leer, creo yo, la alta literatura y, ésta, lo es, para que el libro ese amante, como lo describe la escritora brasileña, Clarice Lispector, en uno de sus famosos cuentos, permanezca el mayor tiempo posible a nuestro lado.
Pera será mejor terminar con este párrafo antológico:
“... y se volvió Elena hacia mí y con una voz más cercana me dijo, perdóname, Nalo, pero todo esto es una locura, y me abrazó y rompió a llorar, y limpié sus lágrimas y su figura era hermosa al trasluz de las ventanas, y toque sus senos, los sostuve con mis manos y parecían lunas llenas sin mengua, y luego abarqué su cintura, que era el accidente más delicado en el litoral de sus carnes, y subí hasta la colina de sus hombros y allá a lo lejos seguían las chimeneas sin humo mirándonos, y recorrí la caída de su espalda hasta la serranía de sus caderas, que eran las prominencias más sólidas en el mapa de su cuerpo, y mis falanges de alfarero enloquecieron y resbalaron por las orillas tibias hasta el acantilado desafiante y buscaron la caverna que todo lo guardaba, la que todo lo transformaba, la que fundía en un solo olor los olores de amaneceres y de crepúsculos...
Que lo disfrutes tanto como yo.

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